Trabajos presentados concurso Bia Stories

El reto de la desigualdad

La entrega de premios se realizará en el mes de marzo de 2023

Categoría 12-18 años

  • Hogar. Un hogar no es el sitio donde vives, o no tiene por qué serlo. El hogar es un refugio seguro y una zona de confort. Un lugar donde realmente podemos ser nosotros mismos.

    Hogar no es lo mismo que casa. Casa es el edificio físico donde vivimos y que compartimos con nuestra familia. Pero una casa no tiene por qué sentirse como un hogar.

    Mientras pensaba en eso estaba de pie en el tejado del edificio donde vivo, el tejado de mi casa. Observaba las calles de mi ciudad, las calles donde mis amigos y yo nos perdíamos y disfrutábamos siendo nosotros mismos, las calles de esta ciudad eran mi zona de confort, mi lugar seguro, mi hogar.

    Pero ahora las cosas han cambiado. Ves a la gente luchando por sobrevivir, matando por tan solo algo de comida, ves al panadero que siempre te atendía con una sonrisa matar por conseguir un trozo de pan, a la amable costurera con una pistola en manos, y te empiezas a replantear muchas cosas.

    Decidí bajar a caminar por las calles de esta ciudad, viendo como todos se peleaban entre ellos, pero al verme todo el mundo comenzaba a correr. Mirando a mi alrededor me di cuenta de lo que pasaba, esta ciudad ya no era mi hogar, ya no era un lugar seguro, se había convertido en un centro de matanza, algo parecido a un estadio de los juegos del hambre.

    Sin poder evitarlo, me lancé contra una de las personas que tenía una barra de pan en manos, y le mordí el cuello. Pero qué puedo hacer, desde que me convertí en zombie, resulta difícil controlar mi cuerpo.

  • Uno, dos, tres…

    … hace mucho que perdí la cuenta de las personas que pasan diariamente delante de mis narices. Algunas me caen bien, otras se hacen fotografías conmigo y me hacen cuestionarme cuáles son los valores en estos tiempos. Estoy cansado, impresiona cómo aguantan mis rodillas a pesar de mi edad, que quedó olvidada en el pasado. Añoro la generación del 98, llena de teatro, poesía, novelas… fue mi época de gloria. Entonces me cuestionaba sobre la vida y la muerte, sobre la inmortalidad. Ahora sé la respuesta: a pesar de mi muerte física, sigo en vida, permanezco en la memoria de todos los que me leéis, de los que me subisteis a un pedestal para que, desde aquí, no me perdiera nada, desde esta plaza bautizada con mi nombre. Me convertisteis en un monumento, y gracias a vosotros puedo observar la evolución de mi querido Bilbao.

    ¡Gracias bilbaínos!

  • Los días de diluvio universal son tremendos, son días en los que intentas ser humilde con la gente pero esta te da leches colosales de supuesto agradecimiento.

    Todas las veces que llueve, siempre y cuando tenga paraguas, dejo el lado bueno de la calle para la gente descubierta. O sea, gente que no tiene ni paraguas ni abrigo. Yo a esas personas les doy el lado cubierto de la calle, donde estas protegido.

    Resulta que una vez volví de la academia sin paraguas. La gente con paraguas no se molestaba en quitarse de los lados cubiertos y buenos de la calle, es más, se tapaban con el paraguas mitad del cuerpo mientras que la otra mitad iba protegida por el lado cubierto de la acera. ¡Es absolutamente depresivo!

    Pero es que! la gente no ayuda, al igual que los disecados árboles de mi calle. Son como esas personas que se quedan hablando en medio de la acera. Parados, como postes. Ni siquiera la savia circula en esos árboles para revivir sus tiempos mozos, aquellos en los que eran grandes florecillas, con espesa cabellera que resguardaba a la gente. A veces hay que cambiar para mejorar, los prehistóricos árboles están preparados para ser retirados y empezar con una nueva generación.

Categoría 19-65 años

  • Descendió las escaleras como tantas otras veces. Precipitadamente. Oyendo el rumor de los convoyes. Confiando en que aquel que se aproximaba fuese el suyo. Aquel que, entrando en la estación, fuera en la dirección deseada. Escaleras, ruidos, convoyes. Siempre los mismos. Pero aquella, aunque aún no lo supiera, no sería una de tantas otras veces. Diez minutos escasos de trayecto. Túneles y superficie. Oscuridad y luz. Murmullos de conversaciones al compás del vals de la vía. Baile congelado durante unos segundos en seis ocasiones. Séptima estación. La suya. La de siempre, pero distinta esta vez. Ascendió las escaleras como tantas otras veces. Precipitadamente. Oyendo alejarse el rumor de los convoyes, incluido el de aquel que hasta allí le había acercado. Escaleras, ruidos, convoyes. Siempre los mismos. Pero aquella, sin aún saberlo, no sería una de tantas otras veces. Salió a la superficie. Y su mirada se dirigió inmediatamente hacia su persona. Su figura, blanca y gris, ciudad de antaño y de titanio, recostada en aquella farola, destacaba en su esbeltez. Aquel había sido el lugar elegido. El punto de encuentro. El punto de partida.

  • Rápidamente y creyendo que nadie le observa, entra en el jardín de la plaza Moyúa y arranca varias flores, ya tiene un detalle para su cita Tinder, oye como una señora le increpa a lo lejos, pero hace caso omiso y sigue tranquilamente su camino. La anciana está indignadísima ¡qué poco respeto por el espacio público!, le comenta a su cuidadora, una boliviana que sonríe y le da la razón, luego vuelven al silencio. Silencio roto por unos niños con la camiseta del Athletic que juegan al balón, y que, en su efusividad, no dan de chiripa a una señora bien peripuesta que se dirige a una cena de gala en el Carlton. Lanza una mirada de desaprobación a los niños y otra a sus padres, que parecen no darse cuenta y siguen charlando alegremente sobre sus magníficas vacaciones recorriendo Francia en furgoneta. Justo a su lado, un hombre de negro y aspecto extraño retuerce sus huesudas manos nervioso, está planeando cómo deshacerse del cadáver que lleva varios días escondido en su trastero. Entonces aparece ella, y su imaginación vuelve a tierra, le sonríe y se para el mundo, ya no hay señoras, ni niños, ni asesinos en serie. Se besan y cogidos de la mano caminan hacia la Gran Vía, pero se asegura de pasar lejos del señor oscuro, por si acaso.

  • Cuando el concejal de urbanismo recupera el sentido se ve rodeado. Se ha desvanecido mientras declamaba a Thoreau —«me fui a los bosques»— y no recuerda nada más. Ahora le duele la cabeza y se siente desorientado, pero ¿por qué le miran todos horrorizados? Con gran esfuerzo intenta alzarse, pero no puede. Como una raíz aérea, su cadera se extiende cual peralte bulboso por el piso de hormigón, sus piernas descendiendo hasta las alcantarillas en verticilos sedientos. El concejal prueba entonces a apoyar una mano en el suelo y de sus brazos brota un artesonado de tallos, las uñas como resina pegajosa, los dedos cual frágil ramaje de secuoyas alzándose hacia el cielo. Hojas recién nacidas acarician las farolas y caen mansamente sobre las baldosas de Bilbao. El concejal, enloquecido, trata de gritar, pero de su boca sólo salen piñas que rebotan en el asfalto. Ante la atónita mirada del público, el munícipe desaparece entre sombra y tierra, sepultado bajo hiedra y musgo leñoso. Ajenos a lo acontecido, todos piensan que forma parte del espectáculo.

    La prensa recogerá la prolongada ovación que se llevó el árbol nacido durante la inauguración de las nuevas zonas verdes.

  • Poseo la maqueta de una ciudad, se trata de mi bien más preciado. Comencé a construirla de niño, en el sótano, cuando era pequeño, y fui ampliándola conforme iba creciendo yo. Pieza a pieza, llené la ciudad de edificios, parques y alamedas interminables. No me olvidé de los barrios suburbiales, necesarios recordatorios de pobreza de toda ciudad. Conforme la ciudad se expandía, también doté a la misma de vecinos, pequeños pobladores que habitaran la maqueta de mi distracción. Me divertía contemplarlos en la vulgaridad de sus vidas, en su pequeñez de juguete, pequeños bibelots danzando a mi capricho. Los observaba en sus diminutas vidas, angustiados por sus diminutos problemas, ensimismados tras las diminutas ventanas. Igual que erupciones no deseadas, se reprodujeron y pronto fueron cientos de miles relacionándose entre ellos bajo un mar de confusión. La ciudad de mi maqueta bullía de trabajos y sueños, de anhelos y aspiraciones, de infidelidades y delincuencia. ¡De verdad que eran ridículos! Apagados tras los pasos de cebra, muchos miraban al vacío con ojos de cartón desprovistos de vida. Pero la ciudad siguió creciendo y fue necesario crear nuevos barrios que se extendieron como una infección herpética: los mejores distritos ocuparon mi dormitorio; aquellos más sinuosos y peor comunicados, el desván. Pero a la vez que aumentaban en número, conforme se prolongaba mi maqueta hasta el jardín, comencé a hastiarme de la mediocridad de sus habitantes y su insignificancia. No era la primera vez que experimentaba vacío existencial ante mi colección de bibelots. Desprovisto de cualquier afán, tocaba destruir lo hecho. Como hacedor de todo, resultaba sencillo enviarles un volcán, un terremoto o un dinosaurio hambriento que acabase con todos ellos. Del mismo modo que un Nerón enloquecido, observé las llamas devorar mi ciudad. Entonces, recomencé de nuevo.

  • Voy caminando. Otoño eterno en esta, mi ciudad. Esa lluvia suave, constante, sin ruido, ligera, que, poco a poco, va calando y apaciguando mi sensación sempiterna de soledad.

    Voy caminando, aún no ha amanecido. Hay poca gente, la luz es tenue, la lluvia convierte todos los colores en una paleta de grises. La ciudad se despereza y bosteza, mientras voy caminando, pensando en días mejores, cuando esta ciudad irradiaba luz, las personas nos conocíamos, teníamos cara… Va amaneciendo en mi ciudad y la gente sin rostro empieza a aparecer en cada esquina de la calle, y yo… yo me siento sólo.

    Voy caminando entre un mar de gente, sólo, y llego a mi rincón. Y allí estoy ahora. Sentado, en el café, esperando junto a una ventana que presenta una imagen difusa, distorsionada por el frío de la calle. Mesa de mármol, café sólo, fuerte, sin azúcar.

    Esperando… Estoy sentado en la mesa de siempre, misma imagen, mismo lugar… únicamente el libro que tengo entre manos, diferente cada vez, me dice que el tiempo pasa… distraído, pensando, tomo la taza y me la llevo a los labios en un movimiento suave, premeditado y sin prisa… saboreo el café amargo a la vez que saboreo también la situación; observo la cafetería, observo a la gente que va y viene: alegre, seria, con prisas, entreteniéndose, conversando…. mil conversaciones al unísono creando un coro uniforme de voces entremezcladas, consigue hacer familiar el ambiente, acogedor en cierta medida, igual que el tiempo, eternamente inestable, haciendo que el cristal de la ventana se empañe, con gotas de lluvia resbalando caóticamente por su superficie, consigue también trasladar esa sensación de confortabilidad dentro del café.

    Y, sin saber el momento exacto en el que ocurre, cierro los ojos con una sonrisa, porque, fugazmente, me siento en casa.

  • Tenía la sensación de que ese día sería especial. El ruido de las gaviotas patiamarillas le despertó de un sobresalto, que le desequilibró y, por milagro, dio con su cuerpo en el suelo, en plena calle Botica Vieja.

    Aún recuerda el día de su nacimiento, allá por 1943. La ciudad se volcó con aquella estatua de cemento ubicada sobre el edificio de la empresa Correas El Tigre. Tampoco puede olvidar las lágrimas de su mentor, el escultor Joaquin Lucarini.

    Desde su privilegiada posición ha sido testigo de la evolución de la ciudad. Del Bilbao industrial de los astilleros Euskalduna, el posterior racionalismo de La Equitativa, hasta llegar al vanguardismo del Guggenheim.

    Mantiene en su mente las movilizaciones sindicales, los trasiegos en la construcción del Ensanche, la transformación a ambos lados de la Ría. También recuerda las primeras citas de adolescentes junto a la orilla, ideando proyectos, la gabarra navegando celebrando títulos, los aniversarios de la Villa, la Aste Nagusia…

    La ciudad, pese a haber amanecido, permanece desierta. Aún en estado de shock, decide acercarse a saludar al cachorro escocés que llaman Puppy, con el que suele intercambiar miradas cómplices. Pronto llega a esa torre acristalada de reciente creación, que intenta evitar en los días soleados, ya que hace reflejo y le hace perder visión. Continúa por los llamativos edificios de la Universidad de Deusto, dirigiéndose al férreo Puente de La Salve, que podrá aguantar mejor su peso.

    Una vez llegado al Museo, se da cuenta de que Puppy no está en la entrada. Da un rodeo, y aprovecha para darse un baño en la fuente de fuego. Mientras se alisa el pelo con el reflejo del titanio, ve a lo lejos un cachorro que se acerca hacia él, con los brazos abiertos.

    Cuando despertó, Bilbao todavía estaba allí.

  • A veces vuelvo a casa cansada y pienso que trescientos cincuenta escalones me separan de mi cama, pero llego rápido gracias al ascensor que nos han puesto al final de la calle Ramón y Cajal. Antes no, antes los ascendía y los volvía a bajar a pie dos veces al día para llegar a mi pupitre, que pertenecía a la Escuela Aneja a la Normal, desde el que miraba cuando me distraía a los verdes montes lejanos que rodean el botxo y a la torre de la iglesia de San Felicísimo, allí abajo. Toda mi infancia la pasé subiendo y bajando escaleras y luego, también, cuando decidí estudiar Magisterio en aquella solemne escuela que se alzaba sobre el barrio de Deusto y tiempo después derribaron. Cuando en su solar construyeron estos bloques de viviendas, con las mismas vistas de media vida mía, no dudé un momento en venirme a vivir aquí y ahora, cuando oigo las campanadas de la iglesia, en mi memoria reverberan, como si no hubiera pasado el tiempo, formando una amalgama confusa de ascensor-escalera-cama-pupitre-escuela-vivienda y entonces desciendo escaleras, tomo el ascensor, escribo en mi cama, duermo en mi escritorio, observo campanario y montes verdes desde la ventana y regreso a mi niñez.

  • Mira que te lo tengo dicho, Ibaitxu, que no vengas sin avisar.  Y ahora, ¿qué te pongo para comer?  Pues nada, amama, lo que sea… Ni hablar, vamos a la pescadería, donde Arantza, y te preparo un besugo al horno; pero antes a la degus de Amaia a por un bollo de mantequilla, ah, y al estanco, que necesito sellos.

    Mira, Ibai, este hotel antes era un cine.  Ay, lo que lloré viendo Bambi… y este super también… Anda, Isabel, qué casualidad, iba a llamarte, ¿qué tal la operación de cataratas?…  Ibai, ¿ves ese gimnasio loucós o como se diga? Pues también era un cine; y la macro tienda de deportes de la plaza, también; lo mismo un día vas a comprar una bici y, subido en una, te aparece E.T. envuelto en una sábana… ¡Qué cosas tienes, amama!… Hola, Nati, cielo, ¿que tu hija cierra la librería?, qué pena Nati, con la ilusión con la que abrió y todo lo que trabajó, ay, Nati, todo se vende o se alquila o se traspasa, qué pena de barrio, por Dios, sólo quedan Arantza y Amaia…

    Ay, Ibai, no sabes lo emocionante que era el cine; Isabel, Nati y Pili y yo, sumergidas en esas pantallas enormes de donde lo mismo salía una institutriz volando que unas inmensas mandíbulas de un tiburón blanco dispuesto a devorarnos, ¡qué miedo!… Pili, ¿qué tal?… Todo igual, Txaro, ¿y tu?…  Aquí con mi nieto, recordando el cine Trueba… Nos gastábamos la paga en el cine, Ibai, ahí, a lo grande, o nos sentábamos en un banco a charlar de nuestras cosas, horas y horas, qué tiempos, Ibaitxu…  Pues igual que yo, amama, que tengo Netflix en la tablet y WhatsApp en el Smartphone.

  • Era 1965, al mediodía. En los astilleros Zamakona de Zorrozaurre a esa hora la producción estaba parada, pues los obreros estaban en la hora del bocadillo. Después de comer, algunos de los trabajadores, sólo los que más energía tenían (que normalmente también eran los más jóvenes), daban un paseo hasta la fábrica de galletas Artiach, que se encontraba en esa misma calle a solo 5 minutos a pie. Allí se paraba a la misma hora para comer, y aprovechando esta circunstancia y que la mayoría de su plantilla eran mujeres, sacaban sus mejores armas para la seducción buscando a la mujer con quien pasar el resto de sus vidas.

    Ángel estaba entre aquellos hombres, pero entre su timidez y lo poco que le convencían ciertas groserías que salían de la boca de sus compañeros nunca había conseguido llamar la atención de ninguna muchacha. Pero aquel día su suerte cambió. Ana, una de las nuevas trabajadoras, se fijó en aquel chico que se escondía tras el resto y consiguió pasar la tarde contemplando la ría junto a él.

    La situación ponía tenso a Ángel, pero contemplar el vaivén de las olas le calmó. En aquel instante de paz desvió la mirada del agua para contemplar la fábrica en la que trabajaba y que le había regalado conocer a Ana. Entonces, contempló que la fábrica de Zamakona no estaba en pie y otras muchas que la rodeaban tampoco.

    Su mente estaba teniendo un segundo de lucidez que le permitía vivir en el presente y no en 1965, como creía hasta el momento a causa del Alzheimer. Fue inevitable que se viera reflejado en el derribo de todos aquellos edificios que el tiempo había vuelto inservibles, pero para su consuelo todavía quedaba una atisbo de esperanza en Artiach, que aún seguía en pie.

  • Dejé atrás a mi familia y amigos, el bullicio y la luz de mi Andalucía natal. Me vine a Bilbao, al Casco Viejo concretamente. No fue fácil al principio. Había dejado mi tierra, donde todos te hablan y saludan, te conozcan o no, y un bagaje cultural que ahora se me antojaba estéril frente a este universo desconocido para mí.

    Una vez instalada, comencé a inspeccionar mi propio barrio. ¡Que laberinto de calles! Al principio solía perderme y me resultaba patético no saber volver a mi propia casa.

    Las personas que me atendían en las tiendas me resultaban algo secas, nunca hablaban más de lo estrictamente necesario.

    Me sentía perdida y completamente fuera de lugar.

    Poco a poco ese laberinto de calles estrechas que tantas veces me había confundido, empezó a resultarme acogedor, aprendí a moverme por ellas como pez en el agua y las diferencias con el sur, lejos de entristecerme, ahora me resultaban enriquecedoras. Fui integrándome en mi barrio, recibía el saludo de mis vecinos, la sonrisa de tenderos y camareros que me reconocían nada más verme. Ahora me siento afortunada de vivir aquí. De hecho, no dejo de hablar a mi familia y amigos de los encantos de mi nueva ciudad, de lo pintoresco que es mi barrio.  He animado a muchos a venir, disfruto enseñando esas calles en las que antes me perdía, parando en los rincones que para mí se han vuelto imprescindibles.

    Me he convertido sin darme cuenta en una excelente embajadora del Casco Viejo, donde ahora soy bastante conocida, quizás porque yo sí hablo más de lo imprescindible. El caso es que ya no podría salir de este laberinto de calles intrincadas y ahora no sería por estar perdida sino porque ya soy parte de ellas.

  • La ciudad era un laberinto de calles y edificios, un entramado de vidas e historias personales que se entrelazaban en una telaraña de emociones y experiencias. Cada esquina, cada callejón, cada parque guardaba en su interior una historia única y personal que formaba parte de la identidad de la ciudad.

    En el centro se encontraba la plaza principal, un lugar de encuentro y de reunión para los habitantes de la ciudad. Era su corazón, un lugar donde se podía sentir el latir de la vida y el bullicio de la gente.

    A lo largo de las calles, se encontraban edificios que albergaban a miles de personas, cada una con su propia historia y sus propios sueños. Había gente de todas las edades y de todas las culturas, que convivían en armonía en medio de la diversidad.

    Pero la ciudad también tenía sus sombras. En los barrios más marginales, la vida era difícil y la desigualdad y la pobreza eran una constante. Allí, las personas luchaban día a día por sobrevivir y por mejorar sus condiciones de vida.

    A pesar de todo, la ciudad seguía adelante, gracias al esfuerzo y la determinación de sus habitantes. La ciudad era un reflejo de las vidas de las personas que la habitaban, una suma de historias personales que daban forma a una realidad común.

    Y así, la ciudad seguía siendo un lugar de encuentro, de diversidad y de oportunidades, un lugar donde la vida seguía latiendo con fuerza y donde cada persona tenía su lugar y su historia. La ciudad era una suma de vidas y de ciudades invisibles, un entramado de emociones y experiencias que daban forma a un lugar único e irrepetible.

  • Miércoles y me toca teletrabajar. En casa las distracciones están aseguradas, si no son las vecinas hablando en la calle, es el timbre, alguna obra, etc. Ya me he acostumbrado.

    Pero esta vez es algo distinto. Se empieza a oír un ruido que me estremece, es estridente y no logro identificar que es, ¿quizás el llanto desesperado de un bebé? La curiosidad me puede, me levanto y abro la ventana.

    En el patio, Miss Simpatía, mi vecina del bajo, de unos 65 años, cuelga sábanas blancas entre dos postes. Al oír abrirse la ventana se vuelve y mira hacia arriba.
    – ¡Buenos días, vecina! Vaya día más soleado tenemos, ¿eh? – Me saluda, mostrando las dotes con las que se ha ganado su apodo.
    – Sí, ¡parece mentira que estemos en navidad! – Le respondo. Pero no me he asomado para charlar con ella, aunque sé que podría tener conversación para rato…

    El ruido se oía más fuerte al abrir la ventana, definitivamente venía de fuera. Pero ahora ha parado. Miro hacia los edificios de enfrente, dos bloques de casas viejas, oscuras, sin pintura. Una vez oí a alguien decir que es mejor vivir en un edificio feo pero que las vistas den a uno bonito. Un señor con un perro camina entre las dos casas. Ni rastro del ruido.

    Vuelvo a mi asiento, tengo mucho trabajo. Nada más sentarme, otra vez me sobrecoge el misterioso y molesto ruido. Me levanto rápidamente y me asomo.
    La vecina ya no está. No se ve a nadie en la calle. Hace una temperatura agradable y me quedo en la ventana. De repente, de detrás del decadente edificio frente a mí aparece una figura muy a juego con esa casa: un niño pedaleando en una vieja, oxidada y chirriante bicicleta.

    No puedo evitar sonreír.

  • Se entrega la tarde, rendida, al abrazo sigiloso de la noche entrante. Mallas ajustadas, pies prestos en sendas playeras, mochila a la espalda. Un tintineo de llaves precede el cierre que deja mi mente «en la calle» durante un par de horas.

    Me llamo Soledad. Salgo a andar cada día desde hace 20 otoños, toda una media vida. En el barrio, se brindan carcajadas entre caña y caña poniéndose al día algunos, abstrayéndose otros. Josu limpia afanoso la barra, por enésima vez, como si el empeño acelerase el trascurrir del tiempo. A mi paso, me topo con vecinas de ayer y de hoy, que arrastran sin esfuerzo un carro de verduras, amor y entrega. Sorteo niños, que por fortuna quedan, pidiendo un pase de balón, ajenos a pantallas, amantes de la red del cara a cara. Personas.

    Crepitan hojas tostadas de árboles desnudos, bajo mis pies, irrumpiendo en la ilusión del silencio, de una forma maravillosa. Atrás queda el barrio, se aleja el pueblo. Entre Rulo y Dani, me detengo en seco frente a una colada de lava ya negra, que dicen es la frontera. Edificios señoriales, abrigos beige de buen paño, medias de hilo y cabellos lacios. Personas.

    Pocos metros me separan del mar. La inmensidad que asemeja nuestras vidas en su desigualdad. Adoro las vistas desde esa balconada donde termina la ironía de una calle «sin salida». Hoy también ha venido esa pareja de ancianos, que sujeta la vida el uno al otro de la mano, arrastra el paso como queriendo aferrarse a la tierra, respeta su ritmo. Corre una madre en vano, detrás de una niña que ya está empapada en la orilla, consciente de lo importante, se ahoga de risa y felicidad. De repente, una caricia tiembla al recorrer mi mano: me estremece sentirte… sonrío. Personas.

  • Atrevido y con el gorro rojo puesto, salí de casa al oír las 12. Camino del trabajo seguí la luz y me detuve cada poco, tratando de encontrar alguna calle. Cierto que era una noche mágica, pero con ese calor tan antinatural, perdido mi sentido de la orientación, el desastre más absoluto se avecinaba.

    Quienquiera que haya sido no lo hizo demasiado bien ordenando calles y callejas, es verdad, pero tampoco se puede pedir mucho más a quien sabe que va a sucumbir disciplinadamente a las Ordenanzas.

    Una pena no más. ¡¡¡MALDITA CIUDAD !!!, diría Santa. Nuestros niños saben que es inútil una defensa, pero, en este caso, las calles se alargaron hasta el infinito y yo, Papá Noel, quedé atrapado en el escaparate de un Mc Donalds.

  • Después de varios intentos ¡era nuestra! Un salto de mi compañera mientras mis manos entrelazadas le servían como último apoyo, nos sirvió para asestar un golpe casi mortal y conseguir la ansiada rendición de aquel gigante blanco, dueño y señor de la isla que pretendíamos conquistar desde hacía no sé ni cuánto.

    Exhaustas y satisfechas a partes iguales, observamos con orgullo los cuatro islotes y el mar rojizo que rodeaba nuestra isla, su tono desvelaba la sangre derramada por muchos valientes que con anterioridad habían intentado sin éxito conquistar aquel pedazo de tierra.

    Mientras una buscaba entre los arbustos cualquier fruto que pudiese servirnos de alimento, la otra preparaba a punta de cuchara un hoyo donde poder enterrar nuestro tesoro. Una caja escueta en la que, como si del arca de Noé se tratase, entraron en parejas cromos, pelotas saltarinas y roblones de oro, del realmente valioso, relleno de chocolate.

    Era el lugar perfecto para esconder un tesoro, señalizado por la propia disposición de los islotes, que hacían discurrir el mar formando una “X” alrededor de la isla, por no hablar de las bestias marinas que moraban en aquellas costas y que se encargarían de custodiarlo. Eran monstruos escamados de tez grisácea y cuello inmensamente largo, tanto que lo mantenían siempre fuera del agua donde reían con cada golpe de brisa.

    San Vicente redobló sus campanas, señal de que debíamos zarpar y así lo hicimos, sin saber que aquel había sido uno de nuestros últimos viajes. Ya no soy capaz de ver Isla Concepción, solo distingo un pavimento inevitablemente vencido por los plataneros de sombra que flanquean a una virgen presa llamada Inmaculada Concepción. Puede que el tamiz del tiempo vuelva invisibles ciudades enteras, pero no dudéis amigos de que a diario paseamos entre planetas, volcanes e islas desiertas.

  • Caminaba por la calle con paso corto y vacilante. Bajo la alborotada melena pelirroja sus órbitas superlativas parecían querer pararse a observar cada detalle del catálogo de habitantes y paseantes con quienes se cruzaba sobre una acera de rosetas por cuyos cauces se desparramaba el sirimiri. Acarició longitudinalmente el abrigo de paño azul marino con gorro y tres botones de hueso en forma de cuerno como ensimismada en el tacto de su rasposa textura. Lo llevaba desabrochado mostrando un liviano atuendo interior azul celeste. Los patucos verde quirófano no contribuían a mejorar su aspecto a ojos del enjambre de transeúntes procedentes de la parada del metro más cercana al estadio. A punto estuvo de ser derribada por un repartidor de comida rápida pilotando una destartalada piaggio que la sumió en una espesa humareda al doblar la calle Rodríguez Arias. Aspiró con deleite aquella atmósfera plena de CO2 echando de menos el estruendo de la moto sin silenciador. Finalmente llegó a su destino en la calle Marqués del Puerto. Alaska.

    -Aupa Lautara, aspaldiko! –espetó la encargada del local-¿lo de siempre?

    Ella asintió e inmediatamente le sirvieron su café con leche y una ración de tortitas con chocolate. Cuando se quitó el abrigo quedaron al descubierto los morados y las cicatrices de sus brazos. Mientras paladeaba le vinieron imágenes como fogonazos: aquella endiablada curva del circuito de Silverstone, gente gritando alrededor, personal médico entrando y saliendo. Su madre y su padre al pie de su cama en el pabellón Ampuero. Ella, dentro y fuera, en forma de materia y en forma de luz. Volvió a escuchar los acordes de “Elektrizitatea”. La melodía que le había hecho regresar aquella misma tarde de la ciudad invisible en la que habitaba su esencia.

  • Como ciudad de frontera, durante siglos estuvimos en disputa. Son incontables las veces que cambiamos de idioma, de bandera e incluso de nombre, a nuestro alrededor se levantaron murallas que después cayeron, y en cada una de nuestras piedras está grabada a fuego la agonía de la historia. Por eso, cuando los dos países que separábamos decidieron unirse, en ningún lugar se celebró tanto como en nuestras calles. Con el paso de los años, sin embargo, nos dimos cuenta de que aquello fue un error inmenso. Ya no éramos el primer objetivo en cualquier guerra, es cierto, pero a cambio de librarnos de la destrucción de los bombardeos y los fusiles, perdimos también la gloria de las reconstrucciones. Dejamos de ser destino final para los viajeros, nos convertimos, al principio, en un simple cruce de caminos, y muy pronto ni siquiera fuimos eso, las carreteras comenzaron a rodearnos, a dejarnos lejos, a darnos el trato que se le da un punto insignificante en un mapa. Ahora no somos más que un paisaje antiguo en medio de la nada, un vestigio de un tiempo hostil que todos quieren dejar atrás. Apenas quedan niños en nuestros colegios y ningún gobierno atiende a nuestras reclamaciones, ¿qué otra cosa podíamos hacer sino recordar en los foros correctos ciertas afrentas del pasado, expandir rumores malintencionados, susurrar, por ejemplo, en el sur, que el norte es más rico, afirmar en el oeste, que los habitantes del este son unos holgazanes, esperar, en definitiva, que alguna semilla florezca?

    No nos juzguen. Como ciudad de frontera necesitamos una mano firme que dibuje nuevamente una raya profunda en el suelo. Es nuestra única posibilidad de sobrevivir.

  • Aquella niña de 9 años tenía el superpoder de ver a través de las personas.

    Un día de camino a la escuela caminando por su barrio, se dio cuenta de que todas y cada una de las personas con las que se cruzaba tenía sus problemas. Algunos más graves que otros, pero aún así continuaban con su vida, o al menos eso es lo que le respondió su madre. Pero ella no llegaba a entenderlo.

    Paco el Carnicero por ejemplo, al que últimamente se encontraba de camino a clase, tenía siempre una especie de mancha oscura en la zona del pecho, era como un vacío justo en el centro, pero aún así siempre le sonreía en su ya habitual viaje a la escuela. Carmen, la de la floristería, tenía una nube encima de la cabeza que nunca se le iba, pero igualmente siempre que la veía le regalaba algo, a veces una flor, otras veces un boli con forma de flor…

    Siempre le pareció curioso eso.

    Hoy, de camino a clase y como era de suponer, se encontró con la mismas personas que se solía encontrar todas las mañanas. Pero pensó que hoy iba a cambiar algo. Hoy, a la vuelta del colegio, sería ella la que les regalaría algo a ellos, y así fue. Pudo ver que tanto la nube, como el agujero, se hicieron más pequeños.

    Quizá, comenzó a comprender algo que no había comprendido hasta entonces.

  • El lavadero

    El óxido de un color rojizo-naranjado, supura por la piel de las paredes y corre con lentitud por la zanja, impasible ante el baile de trapos y sábanas que se sucede a su alrededor. Dos vecinas parlotean animadamente, sin dar descanso a la refriega que llena la pila de una espuma blanca, formando nubes que se desplazan ligeras sobre el verde paisaje del musgo que crece en la profundidad. Los nudillos de sus manos, hinchadas de frío, compiten en rubor con sus acaloradas mejillas y aprietan con fuerza los tejidos, retorciéndolos una y otra vez, mientras prosiguen envueltas en alegres historias llenas de cotidianidad, chismes y alguna que otra sonora risa.

    Entre tanto, los niños revolotean dibujando círculos en torno suyo; explorando cada rincón, conquistando cada murete de rugoso hormigonado. Así, presa de esta algarabía, en un golpe al descuido, la pastilla de jabón rueda por la pequeña pendiente sin ser vista y, ‘glup’, cae sin remedio al abismo.

    A lo lejos, con paso despreocupado e insolente, se van acercando como cada mañana un grupo de vacas monchinas cercadas por dos vivos e inquietos guardianes que las dirigen hábilmente hacia su destino y una vara de avellano inflexible, que tras ellas, vigila cada cambio de movimiento. En pocos minutos, invaden todo el espacio y se apoderan del abrevadero con descaro, indiferentes hacia las tareas que allí acontecen. Nuevas conversaciones surgen. Voces amistosas que se saludan; rudos mandatos que se alzan entre el cocear de las pezuñas; ladridos que no descansan en su fiel servicio al amo.

    Sin embargo, en toda esta confusión, algo se mantiene invariable. Un sonido fuerte, violento e impetuoso. Un chorro de agua nítida, pura, prístina, brota con fuerza en un acto involuntario de las montañas y permanece inagotable; sin ver, sin oír, sin sentir, la vida equilibrada y llena de complicidad que genera en este territorio cantábrico.

Categoría mayores de 65 años

  • Cuando mi pareja me animó a volver a Bilbao no tenía muchas ganas de hacer ese viaje. Mis recuerdos de la villa no eran muy favorables. Hace cincuenta años la ciudad era gris, triste, lluviosa y por qué no decirlo, algo deprimente. Es verdad que mi primera estancia fue en Semana Santa y el tiempo no acompañó. Pensaba entonces que cruzando los Pirineos todo iba ser sol y calor, qué confundida estaba. Ahora mi pareja quiere visitar el Guggenheim. Es, dice, una visita obligada. Cierto es que hace diez lustros no existía tal museo.

    Llevo dos días de nuevo en la villa. Mi sorpresa ha sido mayúscula. Estoy tan sorprendida que creo estar en otra cuidad. Nada se ajusta a mis recuerdos. Ahora Bilbao tiene luz propia. Sus edificios antiguos, la mayoría rehabilitados, visten sus mejores galas. Sus calles transmiten todo el encanto de su historia. El paseo infinito de Uribitarte, antes tan oscuro, es una auténtica maravilla. El metro tan actual que te permite recorrer la cuidad en un voleo. Un sinfín de cosas nuevas y bonitas adornan la villa. Todo tiene otro color y otra cara más genuina. Bilbao sigue siendo la misma ciudad, con aires renovados. Hay que volver a descubrir todos sus rincones y disfrutarla con los cinco sentidos.

    Ojalá hubiera regresado antes. Indudablemente mi próxima visita será pronto, muy pronto, ahora que sé que todavía queda mucho por ver y descubrir.

  • Acceso al paraíso por solo tres pesetas. Ese era el milagro de los jueves en la sesión infantil del Cine Deusto, a unos pasos de mi casa. Dos horas de extrañamiento perturbador en mundos ajenos y luego, al apagarse la pantalla, despertar del sueño poco a poco.

    Ni el serrín sucio del suelo de los lavabos, ni el cielo color panza de burro sobre las gabardinas beiges y paraguas negros lograban expulsarnos del territorio de la felicidad en Technicolor. Volvíamos a casa en silencio rumiando aventuras de espadachines y pistoleros.

    Las tardes sin cine eran tardes asesinadas. Quedaba esperar al domingo y cruzar la Ría fronteriza. A un lado el camino a San Mamés con mi padre y al otro las tiendas con mi madre. En medio, entre iglesias y patios de colegio, la ciudad-ratonera: mosaico deslavazado de rostros anónimos, trolebuses y niebla, pero también la ciudad-refugio, real e inventada, la ciudad de calles sin nombre, donde todo quedaba cerca de la puerta de un cine: Consulado, Gran Vía, Trueba, Coliseo… Nosotros, gallinero a las cinco, parejas y matrimonios a las siete numerada.

    Una tarde de lluvia -llueve mucho en las tardes de mi infancia- reconocí a una chica del barrio a la salida del Filarmónica. Subí al autobús detrás de ella, en Jado. En la parte inferior del ticket de papel la siguiente leyenda «Billete a presentar a petición de cualquier empleado». Plegando y plegando el billete se podía leer «Te quiero».

    Se sale de la niñez sin querer, casi de un día a otro.

    Hoy, paseo por calles que ya tienen nombre, me paro delante de cines que ya no existen. Una pulsión de extrarradio se cuela a hurtadillas y me empuja a cruzar el puente.

    En la historia de la realidad no hay carteles de The End.

  • Cuando he abierto la ventana, el agujero todavía estaba ahí. En realidad, ya lo sabía, pero aún sigo  teniendo la necesidad imperiosa de verlo todas las mañanas, al amanecer.

    Es un agujero infecto, en el que tan solo  sobresalen cascotes oscuros  festoneados de pedruscos rojizos y algún que otro hierro oxidado y retorcido. Está rodeado por una valla metálica gris que ha sustituido a un antiguo muro, respetando las farolas amarillas municipales y unos escuálidos aligustres desmochados.

    Suelo cerrar los ojos para recrear el edificio que antes ocupaba el agujero. Todavía puedo ver las dos pequeñas torres blancas que se alzaban en los laterales  y que se unían por un largo lienzo de pared reforzado por una terraza a media altura.  Ventanas, sí, abiertas, cerradas, persianas marrones subidas, bajadas… Y dos hermosas palmeras que  solían ser el refugio de estorninos viajeros y que  probablemente eran el último rastro del indiano que anteriormente tuvo allí un pequeño caserío. Una  construcción  reposada de aire colonial  en medio de un barrio pequeño-burgués e hiperactivo.

    Al abrir  los ojos, siempre  me doy cuenta de que  este agujero es físico pero que también es moral. Pues  más allá de ser una herida urbana  infringida por la especulación,  lo que ya se denomina simplemente y en abstracto  “parcela”, ha sido hasta hace  poco, muy poco,  un “lugar” concreto en el que había voces y risas y donde ahora solo hay  un silencio atronador…

    …Cuando he abierto la ventana, el agujero todavía estaba ahí. En realidad, ya lo sabía, pero todavía sigo  teniendo la necesidad imperiosa de verlo todas las mañanas, al amanecer.

  • La salida de San Nicolás me queda más cerca de la oficina. Es una sala grande donde también llegan o salen los que van a Lezama, Bermeo y Donostia. Un gran portalón da a la Plazuela de San Nicolás. Dentro hay corriente. Los operarios, guardas de seguridad y empleados del metro se resguardan tras unas mamparas de cristal. Afuera se ven los arcos de los soportales de la iglesia a un lado, cerrados con verja para que los pobres no puedan dormir allí, enfrente el Banco de Bilbao, el original, todo un símbolo.

    Llama la atención la actividad de la calle Askao; los que pasan, los que se quedan un rato pegados al escaparate de la pescadería, los de las tiendas o bares, las bicicletas, coches, y el autobús.

    Ayer salí por Unamuno, hacia mi casa. Junto a la puerta de mi portal había dos vendedores callejeros de origen africano, de esos que venden bolsos o camisetas colocadas en el suelo, sobre una sábana, que de vez en cuando tienen que recoger aprisa porque vienen los municipales. Parecía que estuvieran esperando a alguien. Cómo no era la primera vez que sucedía, les pregunté si ese día les habían tirado algo por la ventana desde alguno de los pisos. Me contestaron que no, pero que el día anterior sí, y que llevaban así dos años. Cuando tiran algo, normalmente una bolsa con agua, ellos llaman al telefonillo para protestar. No suelen acertar con la culpable, pero los del piso al que llaman se enteran del problema. Lo vamos a solucionar antes de que pase una desgracia. Parece que esa persona también la tiene tomada con los cada vez más habituales guías turísticos. Les boicotea con un silbato, oculta tras las cortinas de la ventana abierta de su mirador.

  • Mi pueblo, mi  entorno, mis raíces, arrastran  en su devenir un pasado de lugar que convirtió la unión de sus gentes, en lugares de subsistencia y de futuro, forjando barrios, pueblos y ciudades, donde la idiosincrasia de sus moradores,  albergó un vínculo de asentamiento y proyecto común,  dejando  a sus descendientes un legado de  origen y memoria que  contribuyó a sentirnos  parte de un todo.

    Si hablo de mi barrio, de mi pueblo, de mi ciudad, el pronombre mí, permanece inalterable. Puede que mi yo, forme parte de ese verde valle  que besa el mar,  que montes, ríos  y senderos permanezcan inalterables en mi  memoria. Que las gentes que caminaron juntas por los mismos paisajes,  traspasaron una historia  de lucha y  trabajo que cimentó el devenir de sus descendientes.

    Puede ser, que el presente  de mi barrio, de mi pueblo, de mi ciudad, no sea el mismo que conocieron mis abuelos, mis padres. Que sus calles fuentes, plazas, iglesias,  disten mucho de sus principios. Tal vez, su transformación fue una  forma de supervivencia frente a nuevos retos, a diferentes y variadas formas de subsistencia.

    Tal vez, mi  barrio, mi pueblo, mi ciudad, ha necesitado arriesgarse, mutar, para poder avanzar. Tal vez, nos hemos visto en la necesidad de acceder al progreso buscando otras formas de subsistencia, que llevan consigo  un cambio drástico y transcendental.

    Tal vez, mi barrio, mi pueblo, mi ciudad, no comprenda  el doble lenguaje  de conjugar varios verbos a la vez, viéndose obligado a ceder su verde paisaje, a una trasformación  industrial  basada en la economía de sus hijos. Tal vez, el sentimiento de pertenencia  sea eso, aceptar que nuestras raíces son tan profundas, que trazan líneas maestras en nuevas construcciones de vida, sin olvidar que hasta las piedras, son capaces de reconocernos.

  • Hay quien dice: para que una plaza sea bonita debe de estar frente a un edificio espléndido. En la que estoy sentado, tan solo en uno de sus lados cortos —la plaza es levemente rectangular— hay una modesta iglesia que por sus dimensiones regulares se relaciona bien con la altura de los edificios que la abrazan.

    La zona central es peatonal. Con motivo de las obras de construcción del metro, el ayuntamiento la restauró y plantó árboles. Ahora, en otoño, caen las hojas y como en los poemas románticos, un viento cálido juega con ellas. Han pasado varios años de aquella obra y el tiempo también ha dejado su huella, ha suavizado aristas y pulido el pavimento. En el granito de la fuente han crecido líquenes que le dan un patina dorada. La madera de los bancos pierde la pintura y surgen los colores de la teca.

    La plaza acoge las rutinas de la gente, las relaciones que se entrecruzan, la vida cotidiana: dos niñas descubren que el viento y los pasos han borrado su rayuela. Una señora, amiga de las palomas, echa a las aves cojas un puñado de migas que una cuadrilla de gorriones descarados se disputan. En el café, los camareros atienden a los clientes de la terraza. Una joven acomoda la compra en el cestillo de su bicicleta del que sobresalen dos barras de pan y una botella de vino. En la iglesia se celebra una boda, la gente vestida para la ocasión está reunida en torno a los novios. Una pareja cruza la plaza de la mano, van riendo. El autobús se detiene en la parada, se oye el inflar y desinflar de sus mecanismos neumáticos.

    Es la hora. Cierro la libreta con mis apuntes y vuelvo al paseo.

  • Todo empezó en el verano del 2020, cuando poco se podía hacer. La actividad más segura era la de caminar, o al menos eso pensaba yo.

    Mis paseos los realizaba, y sigo haciéndolo, por el parque de Sarriko, pues me encantan sus vistas despejadas y el olor de sus eucaliptus. Allí fue donde empecé a observar que todas las mañanas frente a la facultad de Económicas, un poco antes de las 10, una mujer pintaba con tiza en el suelo unos grandes cuadrados, en los que se iban colocando las mujeres y se ponían a bailar al son de la música proveniente de un móvil.

    Al principio el grupo era muy reducido, no más de ocho personas, varios de los cuadrados quedaban vacíos. Yo las observaba a corta distancia y Loli, la que dirigía el grupo, siempre me invitaba, aunque sin insistir, pero mi vergüenza e inseguridad a exponerme me lo impedía.

    Un día por fin me animé y completé uno de los cuadrados, y allí siguiendo sus instrucciones descubrí que era capaz de olvidarme de todo y disfrutar. Los días recobraron un sentido especial, al descubrir una pasión que no sabía que existía en mí.

    El grupo hoy día cuenta con más de cuarenta personas. Gente desconocida comparte gustos y experiencias, sin importar su edad o sus limitaciones.

    Todos los días al despedirme le doy las gracias por su entrega tan desinteresada.

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