Trabajos presentados concurso Bia-Stories

Espacios para la movilidad

Categoría 12-18 años

  • Por Alicia Cantero Iza
    Primer Premio y  Premio Especial del público

    Me desperté con gran sobresalto. Fuera, sobre las callejuelas del casco viejo
    de Bilbao nevaba. Llegaba tarde. Me vestí a toda prisa y salí. No podia perder esta oportunidad de verlo, hoy no. Caminaba entre la multitud a codazos, sin rendirme. Avanzaba lentamente dejando atras las críticas de personas anónimas quejándose de mis modales. Unos minutos después alcancé la plaza de Unamuno, donde habitualmente pasaba la mayor parte de mi tiempo entre nostalgia y emoción. Lo busqué con la mirada pero no lo encontré.

    Me senté en nuestra terraza favorita y pedi un chocolate. Observaba desde allí a la gente que se movía a mi alrededor. Había adolescentes corriendo, dejando atrás el colegio; padres contemplando cómo sus hijos hacían muñecos de nieve, personas apresuradas cargadas de bolsas y sí, finalmente lo vi. Un gran periódico le tapaba parte del rostro pero su elegante sombrero lo delataba. Tan pronto se cruzaron nuestras miradas, decidió marcharse. Observé cómo se alejaba hasta desaparecer en la multitud; entonces y solo entonces, me acerqué a su mesa y agarré el periódico con fuerza, lo abrí por nuestra sección, y allí estaba el mensaje que me habia escrito:

    Querida Sita, muchas felicidades.
    De sobra sabes lo mucho que siento no poder estar contigo este dia.
    Te ama tu padre Miguel

    Si, yo era su hija, su hija secreta y aunque no entienda por qué no podemos pasar mas tiempo juntos, disfruto de todas y cada una de nuestras contadas citas, como la de hoy, día de mi cumpleaños, día de Santo Tomas.

  • Por Pablo Cantero Iza
    Segundo Premio Ex-Aequo

    Una tarde paseando con mis amigos por la orilla de la ría vimos un objeto flotando en el agua, sin saber lo que era lo cogimos, se trataba de una botella que contenía un mensaje. Lo sacamos, pero estaba un poco mojado, lo pusimos sobre una piedra y esperamos a que los rayos de sol lo secasen. Con intriga lo leímos: «Si habéis cogido esta botella podéis tener una recompensa haciendo una yincana por tres sitios de Bilbao. La primera pista es: un lugar donde los niños se columpian y cerca puedes comprar un helado». ¡Qué interesante!, dije, yo lo voy a hacer, ¿os apuntáis? Asintieron todos y nos fuimos al parque del Arenal, nos acercamos al puesto de helados y compramos unos polos de chocolate, al pagar el vendedor nos dio un sobre con la segunda pista, en la que decía: una plaza grande donde los niños van los domingos a cambiar cromos. ¡Es la plaza Nueva! Comentó Xabi. Rápidamente fuimos a la plaza donde nos costó encontrar la tercera pista. Fue Martín el que vio un sobre en lo alto de una palmera. Subió ágilmente y lo abrió delante nuestro. Fue Mikel quien leyó el contenido con la última pista: el nombre de esta plaza es la del autor de Niebla. Fácil, es la Plaza de Unamuno, dijo Mikel que le gusta mucho leer. Nos acercamos a la plaza y vimos un sobre en lo alto del rocódromo, subimos en fila y en la cima esta vez cogí yo el sobre. Qué sorpresa al ver que eran cuatro entradas para ver la película Los Piratas del Caribe.

  • Por Alicia Cantero Iza
    Mención Especial del Jurado

    ¡Cuidado, que quemo!

    Mi espesa espuma les fascina, mezclado con leche y azúcar, pero eso son otros, yo no dejo de ser un solo americano. Ayudo a despejar el lunes. Me encuentro en un frío día de invierno, en una gran taza blanca, bajo las carcajadas de un grupo de oficinistas que desayunan aquí en los soportales de la plaza nueva cada mañana. Me agarran por el asa. Estoy a punto de dejar de ser un amargo café para ayudarte a arrancar la semana, pero Martín hoy está distraído recordando el partido de ayer, y es que no estuvieron del todo finos, vuelvo a la mesa. Aun estaba caliente, el humo que salía de mi me decía que fuera hacía frío, mucho frío. Al parecer también Martín lo sintió en ese momento porque decidió beberme. ¡Noooooo! Grité con todas mis fuerzas, pero ya era tarde, al primer sorbo se quemó y caí al suelo. Agur Martín, me despedí sin alcanzar mi objetivo, ánimo solo es otra improductiva mañana de lunes.

  • Por Unai Van Den Bergh
    Segundo Premio Ex Aequo

    Esa mañana llovía sobre Bilbao, eran las siete y media de la mañana y Marta tenía que ir al colegio. El despertador ya había sonado hace media hora, pero ella seguía en la cama. No tenía ninguna prisa ya que el colegio al que iba estaba solo a unos pasos de su casa.

    Eran las ocho cuando se levantó y miró por la ventana, se veía el colegio Madre de Dios Ikastetxea, en el que estaría unos minutos después. Ya vestida, se despidió de su madre y subió al colegio. Siempre subía con su mejor amiga, pero hoy era una excepción porque Amanda tenía que ir al médico.

    Ya en su clase, desde la ventana se veía todo Bilbao. El Guggenheim era uno de los edificios preferidos de Marta, en el cual se fijaba siempre antes de que empezaran las clases. Con sus colores grises que brillaban con el sol y su forma extraña, porque se veía muy distinto según la perspectiva.

    Otra cosa en la que siempre se fijaba era en ver el coche de su madre. No siempre lograba verlo, porque eran muchos los coches que pasaban por aquella carretera, pero decían que los días que lo veía, sería un día feliz y de buena suerte. Y cómo es que distinguía Marta el coche pensareis, pero es que no suele haber muchos de color verde, ¿o sí?

    Por las tardes siempre daba un paseo por el canal, recientemente reconstruido. A su lado estaba la ría, por la que a veces pasaban traineras o botes. En su paseo siempre veía a ancianos sentados o jugando con sus nietos, gente corriendo, o como ella, simplemente paseando.

    La luna estaba ya en lo más alto, mientras Marta se preparaba para dormir y pasar otro día más en su ciudad natal.

Categoría 19-65 años

  • Por Irene Díaz Abellán

    Media hora, desde las 11h. Llego al parque, me siento junto a Casilda. Puntuales llegan a la Pérgola.Parece triste. Mi madre habla y sonríe, él no. 50 metros de distancia. Me levanto, les sigo en su paseo. Llegan al estanque, se detienen. Ella señala a los patos, parece no importarle. Continúan girando las ruedas. Txapela y mascarilla. Paran un momento, le acerca el móvil, levanta la mano y saluda. Quedan 5 minutos, toque de queda. Sigo a 50 metros, quiero abrazarle, decirle que estoy aquí pero no puedo. Revuelvo la conciencia, avanzó, 45 metros, pienso y retrocedo: esto mejor que nada. Ya está por hoy, regreso. Pero..espera, me giro a 50 metros, ellos van por el museo. Mano en alto, parada brusca, la silla gira y me mira. Creo que sonríe y de repente me lanza un beso. Hago que lo recojo y se lo reenvío. Lágrima inevitable. Ahora ya podemos irnos. Hasta mañana aitite, hasta los 30 minutos que nos brinden. Estaré esperándote en el parque.

  • Por Guillermo Gutiérrez Marín

    Son las imágenes las que dan profundidad y sentido a la vida y a las ciudades. Por eso es necesario volver a mirar como un niño y ver otra dimensión, la del sueño.

    Las luces y vapores en la base del museo le hacen soñar con la llegada de una nave que con un ruido estremecedor, como un montón de terremotos, instala esta forma inusitada en una ciudad sobrecogida, pero al mismo tiempo expectante.

    El primer viajero que ve, no es un humanoide, es un cachorro, hecho de flores o flores transformadas en un perrito mullido. Acaso, al principio, al verle como Cancerbero provoque un cierto respeto.

    ¿Estaremos ante un monstruo desconocido que nos amenaza impidiendo la entrada en el trasmundo? Pero no es difícil para el niño imaginárselo saltando feliz por las enormes escaleras de mármol.

    Tampoco verle curioso llegar hasta la orilla y allí encontrarle husmeando al segundo habitante de la nave, la enorme araña. Ésta, aún con más razón, puede inspirar un recogimiento y un leve temor al contemplar los afilados quelíceros y las patas articuladas acabadas en estiletes, como tacones de aguja. ¿Estaremos ante una de las parcas que hila nuestro destino naciente, después lo teje en muchas relaciones y encuentros inesperados y, por último, lo corta señalando nuestro inevitable final? Pero vemos como el animal aparentemente hierático se estremece, y con agilidad y destreza se balancea en el puente, bajo el arco rojo iluminado. ¿Será este arco la entrada al infierno que con su boca engulle cualquier esperanza? No, sólo es el guardián de las aguas, que como una roca negra y volcánica se iluminan enjoyadas por las formas plateadas que la surcan como un barco dispuesto a descubrirnos nuevos mundos. Sube, confía en su rumbo y deja que te lleve, seas ciudad o niño.

  • Por Abigail López

    Matamos esta caña y a casa. Me ofrezco a entrar y dejar los vasos sobre la barra del bar. En el umbral de la puerta, te sonrío y al salir, te interpones en mi camino, te la juegas con mi nombre y aciertas, o eso te digo.

    – No te vayas
    – Sí, me voy
    – ¿Te acompaño…?

    Cómo decirte que no, si tengo el corazón atravesado por esos ojos ámbar y vaquera desgastada que han bailado con los míos y prendido toda esta tarde gris plata.

    Dejando atrás la ría, arrancan diez minutos de pícara partida. Tú preguntas, yo miento sin vergüenza y en todo, menos en los gestos y tú no te crees ni éstos.

    – ¿Eres de aquí?
    No
    – Yo tampoco
    – ¿México?
    A todos nos delata nuestro acento, ¿cierto?

    Enfilando Gran Vía, tientas:

    – He oído que aquí, las mujeres cuando besan, besan de verdad ¿es cierto?
    – En Bilbao damos mil besos en uno, que sean de verdad o no…
    – ¿Mil?
    – Hamaika, bai
    – ¿Eso no era once?

    Torcemos… por ejemplo… en ésta.

    – Mi calle, Alameda Rekalde
    – ¿Te acompaño hasta el portal?

    Entrelazas tus dedos con los míos, pidiendo permiso en silencio. Concedido.

    Dos minutos y me paro bajo el gigante vidrioso en esta esquina cosida por aristas vivas.

    – No es tu calle, ¿me has dicho alguna verdad?
    – Si, una.

    Ligeramente de puntillas te miro, los tilos veraniegos han impregnado su olor en el azabache de tus rizos, hueles tan bien que sonrío mientras acerco mis labios a los tuyos y antes de besarte, te susurro:

    – Mira hacia arriba

    Nos ves a ti, a mí y a nuestro reflejo multiplicándose en cada bisectriz, compartiendo un beso quién sabe si cierto, pero que encierra otros mil.

    Por Abigail López

  • Por Consolación Luengo Martos

    Cuando hemos llegado al hotel a descansar un rato después de comer, hemos mirado dónde está vuestra calle para venir a haceros una visita y nos hemos dado cuenta que habíamos pasado la mañana por vuestro barrio con un guía turístico.

    Aparte de los monumentos e historias de las siete calles, nos ha ido señalando las casas donde nacieron o habían vivido escritores y músicos. Qué casualidad que viváis en el mismo barrio que Blas de Otero, Miguel de Unamuno, Arriaga…

    No es casualidad. Cuando nacieron esos personajes famosos, Bilbao era solo esto; Bilbao Vieja al otro lado del puente de San Antón, y el Casco Viejo. Todo lo demás eran campas, huertas y caseríos dispersos.

  • Por Consolación Luengo Martos

    Decidimos que fuera Bilbao la ciudad donde nos conocimos, en la que pasaríamos la siguiente fase de nuestras vidas, la definitiva.

    Habíamos perdido a nuestras parejas hacía años. Nuestros hijos e hijas eran ya independientes. Nos volvimos a encontrar.

    Vamos redescubriendo la ciudad, comprobando las mejoras que no estaban entonces, en aquel tiempo en que vivimos nuestro romance. Habíamos visto venir todos los cambios, pero aún no los habíamos paseado con tranquilidad, puente tras puente, con el Guggenheim de referencia.

    Ahora toda la ciudad es mucho más agradable para ir andando, Los coches no son los reyes, pierden terreno día a día. La Ría está recuperada y atractiva.

    Nos vamos contando las historias de nuestras vidas desde que nos separamos. Tenemos tiempo. Seguimos también las vidas de nuestros hijos. A ellos no les hacía mucha ilusión vernos juntos al principio, pero por otro lado quieren que estemos acompañados, activos, callejeando por el Casco Viejo, de compras en la Gran Via, sentados tomando algo en una terraza de las tantas que hay ahora, tomando el sol sentados en un banco del parque de Doña Casilda o haciendo ejercicio subiendo y bajando del parque Etxebarria. No les gusta imaginarnos solos en casa viendo la televisión.

  • Por Alfonso Córdoba Urquiza
    Premio especial del público

    Siempre me he considerado curioso, inquieto, me ha gustado viajar, dando tumbos y saltos, nunca paraba en un lugar, aunque lo cierto es que toda mi vida me he dejado llevar por la corriente.

    Me gusta disfrutar, y a menudo me rio solo, con ese punto de ironía y de socarrón, medio en serio, medio en broma, diciendo algo que deja a tu interlocutor un poco descolocado y con una sonrisa en la boca. Soy un sinsorgo.

    Poco a poco, y después de ver tantas cosas, soy más exigente. A medida que uno va viajando y conociendo paisajes y gentes, va apreciando más lo auténtico y lo verdaderamente importante, y cuando lo encuentra, enseguida lo identifica y lo quiere cerca.

    A mí al menos me ha pasado, y aunque me sigue gustando moverme de arriba a abajo, procuro tener un sitio al que volver, en el que encontrarme a gusto y pasar buenos ratos.

    Así que, al llegar aquí, y una vez alcanzado mi destino, donde todo parecía que me llamaba a terminar, me he encontrado tan a gusto y tan en mi sitio, con esa sensación de que uno ha llegado a donde siempre había querido estar, que me resisto a morir.

    Y cada día resucito, para saborear de nuevo cada recodo, cada gota de agua, cada reflejo y cada risa que me hacen disfrutar de Bilbao como ningún otro lugar. Cuando uno es feliz, es contagioso, y despierta la sonrisa de los que le rodean. Yo antes me reía solo, y hoy hago que la gente ría. Tanto es así, que hasta me han cambiado el nombre, y ahora, en lugar de rio, me llaman Ría.

    … al final van a tener razón los que dicen que los de Bilbao nacemos donde nos da la gana!

  • Por Inazio Garaizar Luengo

    Me considero un joven que, junto a mis amigos, no sigue las costumbres de sus padres. No bebemos alcohol, no fumamos, incluso algunos de entre nosotros somos veganos. El resultado es que no pintamos nada en un bar. Yo solo voy muy de vez en cuando a desayunar con mi madre, algo especial. Por eso cuando decido quedar con mi kuadrilla en Bilbao, disfruto de la ciudad de una manera diferente a un joven convencional. No necesitamos quedarnos sentados una gran parte de la tarde tomando algo, si no que preferimos recorrer la ciudad de punta a punta como lo hemos venido haciendo desde hace años. Compartimos parques como el de Etxebarria o Doña Casilda con paseantes de perros, venerables ancianos que dan de comer a escondidas a las palomas y gente que sale a correr o tomar el sol. A la vez que recordamos anécdotas de nuestra infancia y nos reírnos de las nuevas, podemos apreciar como Bilbao va cambiando con el paso del tiempo, igual que nosotros y nuestras vidas.

    Los días de lluvia compartimos soportales del Euskalduna con otros que ensayan coreografías. Otras veces, es en la Plaza Nueva donde nos protegemos. También solemos acudir a la Alhóndiga y nos quedamos contemplando las columnas como si fuera la primera vez que las viéramos. Los días en los que nos entra el hambre debido a tanto paseo, nos vamos de visita al Zubiarte para tomar algo de comida rápida y de paso echar un vistazo a las tiendas de videojuegos o de teléfonos móviles (en este aspecto quizás sí que parezcamos jóvenes convencionales).

    Dicen mis padres que hace unos años apenas había sitios para pasear como ahora. Han peatonalizado muchas calles y el tráfico es mucho menor. Parece que estamos mejor que antes, menos mal.

  • Por Izaskun Sasia Iriondo
    Segundo Premio

    A pesar del silencio que reinaba en las calles, el olor a chocolate y palomitas empapaba la ciudad de festejo y diversión.

    Recorrí la calle Elcano desde nuestro antiguo portal hasta la Plaza Moyua, y me encontré de frente con un elefante de tamaño descomunal sobre el único parterre que quedaba visible, uno de aquellos que la embellecieron en su día, ahora seco y sin flores pero convertido en singular jardín con aquel excesivo animal encima.

    Desconcertada pero curiosa a la vez, localicé un gran jefe indio bajo el decadente porche del Hotel Carlton, que con estático protocolo daba la bienvenida a todo aquel que llegaba a la ciudad.

    Pero lo que verdaderamente me maravilló, fue descubrir los 7 monos encaramados al balcón del Palacio Chávarri. Solo la ausencia de paseantes evitaba convertirlos en la gran atracción del día, agarrados a las banderas presidenciales, alguna de ellas rasgada de abajo a arriba.

    No encontré por ningún lado la estación del metro, ni el edificio La Aurora, pero sí el de Hacienda pintado de brillante color fucsia, que congregaba en sus peldaños un sinfín de patos, pollos, conejos y ardillas, enfilados cual viajeros sin maletas esperando el autobús que les llevara al aeropuerto.

    Al final, comprarle otro Lego no había sido tan mala idea. Colocar aquellas figuritas sobre la destartalada maqueta de Bilbao, fue el paseo prohibido que desde hacía dos meses tanto ansiaba, poniendo fin a una atípica fiesta de cumpleaños que probablemente nunca olvidaría.

    Le arropé conmovida y sonriendo cerré su puerta.

  • Por Raúl Clavero

    -Ojos que no leen-

    Me sentí perdido en mitad de la noche bilbaína, atrapado en aquella Aste Nagusia durante la que habían muerto ya siete turistas despistados. Habría podido jurar en ese momento que aún se escuchaban sus gritos flotando en el aire, retorciéndose junto a las txosnas como promesas en las comisuras de los labios, perdiéndose entre las sombras más allá del teatro Arriaga. Con la punta de mis dedos rozaba los restos de la sangre ajena, y la mía, veloz y palpitante, amenazaba con abandonar mi cuerpo. Entonces apareció. Su silueta recortándose bajo la luz intermitente de los fuegos artificiales, la sonrisa metálica y rutinaria, los pasos profundos, como clavos penetrando en un ataúd.

    -Serás el número ocho – dijo.

    El terror me dominaba, no era capaz de hacer otra cosa más que verlo avanzar, y cuando por fin se abrió el gabán y asomó en su puño el filo de un machete, me rendí, cerré el libro y dejé de leer.

  • Por Emilio Varela Froján
    Accésit Ex Aequo

    La isla de Zorrozaurre es un lugar aislado que la ría une y separa del resto de la ciudad, cuyo perímetro curvo funciona plásticamente modificando todo elemento geométrico recto inscrito en él, acentuando su incurvación cuando se acerca más a sus bordes, donde se ejerce una presión o una tensión sobre las geometrías rectas según el arco perimetral sea cóncavo o convexo, lo que hace que las formas circulen, no sólo en la extensión, sino en el nivel superior e inferior a su plano real. Lo que incluye, además de los datos que relacionan sus elementos internos, todos aquellos que tienen que ver con los márgenes de la ría, los edificios a ambos lados de la ciudad y, más allá, con las vertientes de las montañas que limitan el territorio a su alrededor. Una isla que considera los movimientos y las velocidades que vienen del exterior para transformarlos en inmovilidad y lentitud al entrar en su interior. No hay centros en la isla, todos lo son, y todo en ella se descentra, todo, incluso el río y la ciudad, que cambian de velocidad y se inmovilizan y silencian, flotantes en una gran lámina de agua y en un vacío de aire y de luz. Porque a la movilidad y velocidad en la ciudad se le responde con la inmovilidad y lentitud en la isla, a la expresión figurativa y simbólica de los edificios y las plazas con la geometría inmóvil y vacía de sus espacios y formas, y al conjunto del territorio con su paisaje.

  • Por Fernando Fernández Ortiz de Zárate
    Primer Premio

    Como cada día después de clase, acude con sus padres al parque de Doña Casilda y baja al estanque donde conversa apasionadamente con patos y cisnes.

    Es una cálida tarde y una hoja de roble rojo otoñal se posa entre sus pies. Se agacha para cogerla, una fuerte ráfaga de viento sur la eleva, e inicia un sinuoso paseo por el aire.

    Haizea comienza a perseguirla a pesar de que la hoja va rápida y a cierta altura. Por momentos parece que se va a posar, pero se sigue manteniendo en el aire.

    Finalmente cae junto a los pies de la estatua de Pepe Tonetti, el famoso payaso, bilbaíno de adopción, que amenizaba el verano de sus abuelos con su famoso número de «La Sardinera».

    En un nuevo arranque, la hoja empieza a danzar por el aire, Haizea se queda dubitativa, pero vuelve a correr detrás de ella.

    Avanza por el lateral del Museo de Bellas Artes, sortea los árboles que están junto a su pared acristalada, y se dirige hacia la cautivadora fachada principal.

    Tras posarse un breve instante en la paleta del famoso pintor Ignacio Zuloaga, reinicia su vuelo hacia el otro lateral, donde acaba su peregrinaje en el agua que brota de la estatua de Euterpe, musa de la música, en homenaje al músico Juan Crisóstomo de Arriaga.

    Haizea mojándose levemente consigue finalmente hacerse con la hoja. Se queda fascinada por la belleza del lugar, sin saber aún que en un futuro cercano llenará el fastuoso Teatro que lleva el nombre del músico, y que otra niña perseguirá por la villa una hoja, que quizá se pose en las cuerdas del violín de una artista llamada Haizea.

  • Por Jesús Mª Baranda González

    Con pasos torpes bajaba por la Navarra.

    Como en una manifestación, el avance era lento, pero no había prisa. Katxi en mano, pañuelo al cuello, y txapela a medio lao, «que pá eso somos de Bilbao». Era el uniforme para la ocasión, que lo merecía.

    Expectante e ilusionado, la mirada se iba perdiendo en la gente que se cruzaba al paso. Apenas se llegaban a escuchar palabras sueltas de cada conversación entre la algarabía.

    Las tres, difusas, quizá las cuatro, se iluminaban en el reloj del Arriaga. Hacía fresco para ser finales de agosto.

    Giró hacia El Arenal. Más de lo mismo, miraba hasta donde llegaba.
    Ni rastro.

    Música, ráfagas de luz, aromas, cruces. Ciudad efímera que iba seduciendo.
    Ni rastro.

    Llegando al Triangune, concierto de Francis y los suyos…

    Ojos negros de rímel,
    rojo intenso en tus labios.
    Lista para bailar en el filo de la noche…

    Junto a una farola, un trago, miraba alrededor pero no la veía, Doctor Deseo seguía acariciando…

    …Una vez más quieres romper la rutina,
    unas copas y algo más
    te ayudarán a olvidar…

     Un trago más y casi dejando de buscar, los ojos se entrecerraban, la letra se mecía atronadora en los oídos…

    …cada noche esperando algo nuevo
    para que, al fin, casi siempre suceda los mismo…

    Dos tragos más, mirada arriba, las ramas rompían la oscuridad del cielo; al fondo, las luces en el agua de la Ría temblaban en la borrosa escena.

    Mientras, la música seguía con su susurro…

    …mágica noche de viernes.
    Solo la luna te vigilará…

  • Por Karmele Díaz Uribarri

    Salgo de la estación de metro de San Nicolás. La mañana es extrañamente soleada y silenciosa. No me acostumbro a la mascarilla. Mi percepción alterada. Me hace sentir alerta, acechada por algún peligro inminente, como un animal que se sabe herido y vulnerable.

    Me deleito en el camino hacia la torre de Bailén como si de un viaje iniciático se tratara. Y ciertamente lo es por lo inédito de la situación de pandemia. El virus es un tal Covid‐19. El pasado martes levantaron el estado de alarma tras cincuenta y ocho días. Y sus noches de insomnio.

    Es pronto. Me asomo a una ría centelleante en marea baja. Unas gaviotas se bañan con regocijo, ajenas a todo. Compruebo de nuevo el móvil y ya es la hora. En el portal, el timbre anuncia que quiero subir.

    Mi cuerpo aislado, sin contacto, dolorido y enfadado, reclama ser tocado. Y yo obedezco. Hace tiempo que he decidido darle el timón de mi vida, con el anhelo de explorar lugares, sentires y conocimientos desconocidos.

    Tumbada en la camilla, intento seguir las indicaciones que me da mi masajista: «siente como el peso de tu cuerpo se desploma sobre la camilla». Como si fuera fácil. Hay tanta tensión que podría levitar sobre una cama de pinchos.

    Tumbada en la camilla boca abajo y concentrada en la fuerza de la gravedad, mis pensamientos me llevan al sótano del edificio. Y me imagino descargando mi peso por los mismos caminos por los que la estructura del edificio busca el suelo, enraizándose en el terreno con seguridad para elevar la construcción más de 40 metros con sus 13 plantas. El primer rascacielos de Bilbao, la torre de Bailén.

    Siento que desde aquí yo también puedo rascar los cielos.

  • Por Eva Hidalgo Martínez

    Cuando me mudé a aquel pisito de Santutxu, no sabía que mi vecina resultaría tan peculiar. Enriqueta no vivía en mi portal, pero mi ventana de la cocina daba a la de su salón, separadas solo por un pequeño patio interior.

    La primera vez que la vi ya me irritó. Asomada a su ventana cotilleando y siempre con ganas de cháchara. Pronto puse unas cortinas bien gruesas para tener intimidad.

    ¡Pero lo más irritante de ella era cuando cantaba! Para eso no había cortinas que valieran. ¡Cantaba TODOS los días!. Sobre todo insufribles bilbainadas con su voz chillona y estridente. Daba igual que me quejara, ella volvía a cantar al día siguiente. Me ponía de los nervios.

    Entonces llegó el confinamiento y toda la locura. Momentos difíciles, de mucha incertidumbre. Al principio fue muy duro, pero poco a poco lo fui llevando mejor.

    Un día me di cuenta de que Enriqueta llevaba tiempo sin cantar. Nunca pensé que lo echaría de menos, pero así fue. Me acerqué a las cortinas inquieta y allí la vi, sentada en su salón, encogida, asustada. «Enriqueta, cómo estas?». Ni me miró.

    Pasaban los días y yo miraba y miraba por las cortinas para ver si mi vecina mejoraba, pero la veía marchitarse cada vez más. No sabía qué hacer. Hasta que una mañana, no pudiendo soportar más verla tan desanimada fui a la ventana y canté a pleno pulmón: «Desde Santurce a Bilbaoooooo!!!………. «. Me sentí muy ridícula mientras mi voz rebotaba en las paredes del patio. Esperé en silencio, nerviosa… y entonces escuché: «Vengo por toda la orillaaaaa……!». Enriqueta se asomó despacito a la ventana y mis ojos se llenaron de lágrimas mientras acabábamos la canción.

    Su voz me resultó más dulce que nunca y esa misma tarde quité las gruesas cortinas.

  • Por Amaia Rementeria Valle

    ‘Relaciones de convivencia y cercanía sostenibles’
    La señora de gafas de sol y voluminosa permanente mira por tercera vez su reloj, impaciente porque ha quedado para jugar a cartas en el bar de la plaza. Dos posiciones más adelante, una niña de melena rubia canta una y otra vez la misma estrofa de una canción. Con su guitarra al cuello le da la mano a su padre, un señor robusto que, sin inmutarse y esperando pacientemente su turno, le permite expresarse libremente, dándole la confianza para desarrollar la virtud de ser uno mismo.

    A la altura del restaurante turco, en lo alto de la empinada cuesta, una mujer se percata de haber olvidado la cartera pero se niega a abandonar su puesto. Y es que, la cola de la frutería no deja de crecer tras ella. Serpentea por las aceras, a cada lado de las estrechas y sombrías calles que suben desordenadas cada vez más alto, vigilada de cerca por los balcones que se asoman desde las fachadas con sus hierros oscuros.

    Se corre la voz cuesta abajo, por si alguien en la fila pudiera prestarle unas monedas pero nadie se atreve a moverse. Finalmente, un caballero de pelo blanco, situado en el punto más bajo y protegido por el Cristo incrustado en la fachada de piedra sobre él, decide introducir el dinero en una bolsa y colocarla cuidadosamente sobre la rampa mecánica que sube cuesta arriba, paralela a la hilera de vecinos. La mujer, recoge la entrega aliviada y le agradece el gesto con una seña.

    La larga cola desemboca al fin en la frutería, a escasos metros del ayuntamiento. Su edificio metálico de líneas rectas recibe con un agradable contraste a todo aquel que desciende, seguido por la sensación de amplitud de una ciudad llena de posibilidades y una luz dorada que, generosa, refleja al fondo la ría.

  • Por María Ruiz de Gopegi Aramburu

    Cuando el suelo revela un pedazo de cielo

    Iba con prisa, llegaba tarde (como siempre) y hacía un tiempo desapacible. Después de varias horas de llovizna incansable parecía que ya había escampado, pero hacía frío así que apreté el paso para entrar en calor. Serían las siete de la tarde, las calles repletas de niños volviendo del cole y personas adultas inmersas en sus rutinas y quehaceres varios, todos a paso acelerado como siguiendo el ritmo de una melodía inaudible, el latido de la ciudad.

    Casi siempre voy mirando el móvil mientras voy a alguna parte, con la idea ficticia de ahorrar tiempo respondiendo whatsapps pendientes o revisando las últimas primicias de Twitter. En un momento determinado, algo que percibí por el rabillo del ojo captó mi atención y me sacó de mi ensimismamiento, mientras cruzaba el puente Cantalojas en dirección a Bilbao La Vieja.

    A mi izquierda la enorme playa de vías de tren de la estación de Abando, un paisaje habitualmente inhóspito, desierto y gris, aparecía colonizada por enormes charcos creados por la lluvia reciente. Justo en ese momento el resplandor del atardecer, esa luz intensísima característica de las tardes de otoño, se reflejaba en los vidrios coloreados de la fachada de la Torre Bizkaia, multiplicando su efecto y generando en aquella efímera laguna una fiesta de luz y color –naranjas, rosas, rojos– que desafiaba descaradamente el monótono gris de la ciudad.

    Los transeúntes a mi alrededor continuaban a paso acelerado inmersos en sus quehaceres, y por un momento me sentí afortunada de, al menos por un instante, haberme librado de esa maraña de información que nubla la vista del aquí y el ahora. Y aunque iba a llegar (todavía más) tarde, decidí quedarme un ratito más tratando de grabar en mi retina aquel espectáculo para los sentidos surgido en el rincón menos esperado.

  • Por Jon Aguinaga Ducasse

    Con la construcción del Guggenheim, y después de que Pierce Brosnan descendiese la cornisa vecina, mi padre decidió vender nuestra gran casa para tres, habitada ahora solo por dos.

    Tocaba un nuevo colegio, uno ajeno a la ciudad, uno al que sólo se podía acceder en autobús. Todas las amistades venían con abono transporte y mi relación con la recién estrenada boca de metro de Areilza se volvía más duradera con el paso del tiempo que algunas de aquellas amistades.

    Empecé mi vida en Doctor Areilza y durante unos años encontré basura en las plazoletas que “decoraban” el lugar entre subidas y bajadas del tráfico. Otros años me dí de bruces con una verja de obra y con barro al salir del portal. La calle hecha herida abierta para que cupiesen cinco pisos de garaje bajo nuestros pies.

    Hoy la luz baña nuestra calle, conectando en un haz las laderas que se despiden de Deusto con las que salen al encuentro de Rekalde. Mi padre planta rosales en la terraza y juntos nos asomamos a espiar el recorrido de las hormigas por una calle casi peatonal mientras hablamos de nada.

    Ahora que vuelvo a mi ciudad, el autobús se entierra bajo los pies de grandes rascacielos en la zona de pasto de la vieja Termibus. Los coches circulan lentos junto al nuevo San Mamés. Bilbao vuelve a cambiar de cara, la cara del desconocido que extrañamente nos parece cercano.

    Mi padre me sigue esperando con una taza de café en la mano y la promesa de que por mucho que la vida cambie, Bilbao seguirá abrazándome en cualquiera de sus formas.

    Bilbao ha cambiado, larga vida a Bilbao.

  • Por Jon Aguinaga Ducasse

    Bilbao dura un enfado. La distancia exacta que necesita tu cabeza para dejar gobernar la nave a tus pies sin hacer preguntas. Cuando termines de divagar, cuando hayas matado todos tus demonios, es probable que hayas acabado en el “botxo”.

    En mi caso, duraba prácticamente un disco de Linkin Park. Bajar al paseo de la ría, caminar junto al Euskalduna, los “Sizas” y “Moneos”, coronar con el omnipresente Guggenheim la etapa de montaña por mis miedos entre la bruma de las seis en punto de la tarde.

    Y aún así siempre estar cerca, siempre a 10 minutos de un lo siento, de una reconciliación o de un abrazo. En un mundo de distancias largas Bilbao dura un enfado y te da el resto de la vida para un lo siento y un abrazo.

    Amo a Bilbao desde el fondo de mis pensamientos.

  • Por Mª Elena Mateos Sancho

    «El mejor barrio de Bilbao»

    Todo un mundo en apenas trescientos metros cuadrados.

    Por la mañana, el parque de Sarriko rebosa de vida bajo la vetusta mirada de la Torre de Larrako, mientras el aire perfumado le regala a la mujer matices de eucaliptos y tilos: Niños jugando, perros sueltos, risas de los estudiantes de la facultad de Económicas, encuentros fortuitos que ya son amistades a base de compartir banco y vivencias.

    Por la tarde, más cansada, sin tener siquiera que cambiar de acera al salir de su casa en la calle Benidorm, se refugia al calor de la entrada del metro los días de frío. Allí se distrae viendo pasar a los cientos de personas que el amplio atrio acristalado recibe cada día. Si hace bueno, pasa el rato conversando con los vecinos del barrio en la bancada situada al lado derecho, que tiene forma de u. La Moncloa, la llaman.

    A sus noventa y dos años Teresa ya no puede ir muy lejos, pero cuando los recuerdos se agolpan en su memoria, sentada en la plazoleta del Conservatorio Juan Crisóstomo de Arriaga, a la sombra de un árbol, cierra los ojos y la música envolvente que sale de unos altavoces la transporta al infinito.

  • Por Arantxa Quintana San Vicente

    Reconocía perfectamente ese sudor frío que le recorría la espalda vértebra a vértebra, hasta llegar a la nuca. Allí se diluía en el entumecimiento cervical diario que solo se aliviaba con su paseo noctámbulo a lo largo de la Ría. Su querida Ría de Bilbao era como su espina dorsal, donde colgaban una secuencia de órganos desconectados. Los sentía y le dolían, pero nunca los había identificado como suyos, sino de un cuerpo que rechazaba.

    Jamás se había elevado lo suficiente como para abarcar Bilbao de un vistazo, y verlo en toda su inmensidad, desde El Abra hasta Galdakao, dándose cuenta de que el Ensanche solo era ese paisaje urbano habitual donde no se sentía tan cómodo como en su barrio, en su San Francisco natal. Allí conoció a Socorro y Joaquina, trabajadoras de la nocturnidad más escondida de ese Bilbao que no conviene mirar muy profundamente. Ellas le enseñaron a mezclar polvo de carbón con vaselina para cautivar con sus infinitas pestañas negras y le mostraron cómo seducir a quien preguntaba sin hablar.

    El desasosiego que había experimentado durante sus casi 50 años de vida se volvía hoy pánico ante su última gran decisión. Volvió a su penthouse de la Plaza Euskadi sin levantar la vista del embaldosado del Parque de los Patos. Esa maldita pieza suelta siempre salpicaba sus zapatos de ante marrón, ante su paso firme. En la privacidad de su hogar, se enfundó esas maravillosas medias de cristal en sus recias piernas, se pintó los labios de un rojo fuego que le quemaban y se sentó a esperarla. Cuando escuchó las llaves de su mujer en la cerradura se levantó y él le preguntó:

    -«Mi amor, ¿podrás quererme como Raquel lo mismo que me has querido como Manuel?»

  • Por Elena Pérez Hoyos

    Llegó con la dirección arrugada en un papel. Las escaleras crujieron, chasquearon, se lamentaron, como haciéndose eco de un camino demasiado largo.

    Le asignaron la habitación con balcón, y esa fue la primera de las suertes que le depararía la vida a partir de ahora. Al otro lado de la calle las viviendas mostraban su intimidad con la ropa tendida en balcones similares. Esos edificios sencillos llevaban siglos acogiendo llegadas como la suya.

    Caminaba cuesta abajo de madrugada, hacia el puente, y cuesta arriba al caer la tarde. Ir hacia el centro suponía recorrer varios mundos colmados de bullicio, hostilidad o fiesta. Mundos con tendencia a desparramarse, contenidos por la ría, las vías y los prejuicios.

    Cuando todo se paró, se fijó en ella. Con movimientos temblorosos había conseguido sacar una banqueta al balcón, y pasaba allí las horas observando el vacío de la calle. Al principio fue un cruce de miradas durante los aplausos. Luego una sonrisa. Otro día un qué tal estás y una conversación banal. Y al final no pudo evitar preguntarlo, ¿necesitas algo? Ninguna anciana en su país se quedaría sola. Y ella, con años de experiencia en detectar la bondad de la gente, aceptó.

    No solo fueron las compras, también la compañía. Le contó que habían florecido los cerezos del muelle, que había una cola larguísima en la farmacia, que era extraña la plaza tan silenciosa.

    Han pasado meses. Ya no se olvida la mascarilla en casa. Persiste el miedo, pero han vuelto el bullicio, la hostilidad y la fiesta a este mundo de mil mundos.

    Hoy salen a pasear. Ella se agarra a su brazo, insegura. Vamos a Romaña, le dice, que quiero que Nati conozca a mi nieto africano. Sonríe complacido, con una dulce y agradable sensación.

    Saberse en casa.

  • Por Cristina Rivas Allo

    La comisaría era un hervidero, unos corriendo con sus teléfonos y otros mirando incrédulos las imágenes que captaba el helicóptero sobrevolando la ría. Una densa niebla cubría el Nervión como una gigantesca serpiente gris, transformando la realidad a blanco y negro.

    El comisario hablaba de pie bajo un árbol:

    – Estoy aquí, Asier… donde el hotel
    – Los puentes, comisario, los puentes…

    No podía apartar la vista de la perspectiva desde el muelle. El comisario sujetaba el teléfono aterido de frío.

    – No están Asier. Ni el de la Merced ni el del Arenal
    – Pero cómo… ¿derrumbados?

    Desde la comisaría, no alcanzaba a comprender.

    – Simplemente… como si no hubieran estado nunca
    – Tampoco los demás, ni el de la Salve, ni el de Deusto… solo el de San Antón. Unai está donde la iglesia.

    Allí donde la ciudad se asomaba a la ría, muchedumbres se agolpaban grabando con sus teléfonos. A través de la niebla, Unai miraba estupefacto, cuando recibió la llamada del comisario.

    – El puente de Atxuri se ha movido al otro lado de San Antón, y es…. de madera.

    Entonces el comisario lo vio llegar: un velero enorme, con su única vela desplegada; pabellón rojo con dos cruces de malta bajo una corona. Avanzaba imponente como un barco fantasma: la imagen imposible de una embarcación del siglo XIV llevando su carga hacia el Atlántico.

    Desde el pequeño castellete de proa, una silueta recortada contra el fondo gris ignoraba a la atónita concurrencia.

    La mirada del comisario siguió todo su recorrido hasta que se lo tragó la misma niebla que lo había traído.

    Después, la ría se redibujó con nitidez, recuperando sus puentes y devolviendo la ciudad a su realidad conocida. El comisario aun sujetaba el teléfono contra su oreja:

    – ¿Qué demonios ha pasado aquí?

  • Por Consolación Luengo Martos

    Cuando llegué a Bilbao después de abandonar mi Andalucía natal, me instalé provisionalmente en un pequeño piso del Casco Viejo.

    Durante mis primeros paseos por el barrio, las calles me parecían todas iguales, era habitual sentirme perdida o desorientada, solía pensar que esas calles estaban diseñadas para no poder salir de ellas. Con el tiempo, poco a poco, fui percibiendo pequeños detalles en algunos edificios que los diferenciaban del resto. Lograba apreciar singularidades en las calles que me facilitaban la orientación (la biblioteca de Bidebarrieta, la encantadora tienda de latas de barrenkale, la robusta y antigua puerta del Palacio Arana…). Descubrí también que junto a sus estrechas calles y angostos cantones el barrio te sorprende a veces con pequeñas placitas que le confieren cierto aire de pueblo.

    Recuerdo la primera vez que me topé inesperadamente con la Plaza Nueva. ¡Que grata sorpresa!. Me pareció inmensa, majestuosa, llena de vida. Desde allí fue fácil conocer la Plaza de Unamuno, con su enorme escalinata que me recuerda a la de la plaza de España en Roma y hablando de plazas no puedo obviar la pequeña y coqueta plaza de la catedral con su enorme torre campanario que parece vigilar todo lo sucede por tan recónditas calles.

    Es increíble, pero ya llevo casi tres décadas viviendo en este particular y entrañable barrio. Ya la plaza nueva no me parece tan grande y por supuesto hace mucho que dejé de perderme, aunque todavía sigo sorprendiéndome con sus innumerables encantos.

    Al final va a ser verdad que este barrio está diseñado para que no salgas de él.

  • Por Inazio Garaizar Luengo

    Andaba junto con mi amigo Ibon con intención de subir a Artxanda por primera vez hace unos años. No sabíamos cómo ir, pero tras preguntar a Internet no parecía difícil llegar.

    Nos encontrábamos en la plaza La Salve dispuestos a partir hacia nuestro destino. No teníamos claro el camino así que decidimos seguir a los viandantes. Tras subir varias cuestas, aparecimos en un barrio desconocido para nosotros. No sabíamos su nombre, pero notamos que, a diferencia del resto de barrios que conocíamos, las hileras de casas estaban en cuesta. Nos preguntábamos cómo un barrio así podía existir tan cerca del centro, y nos prometimos volver otro día a investigarlo. Seguimos subiendo una nueva cuesta, pero nos percatamos de que ya no había tanta gente. Aun así, continuamos hacia delante y terminó pasando lo que en un momento sospechamos: el camino no tenía salida. Nos empezamos a agobiar ya que estábamos sin cobertura, todo un drama para alguien de 15 años. Por suerte apareció una pareja de señores mayores y nos explicó cómo llegar. Partimos con las nuevas indicaciones y a medida que avanzamos vimos a más gente, parecía que era el camino correcto. Finalmente nos adentramos en la que parecía la última etapa del camino: subir la cuesta de la montaña.

    Después de un duro esfuerzo, conseguimos llegar a nuestra meta. A pesar de ser jóvenes, nos vimos obligados a descansar un poco y decidimos hacerlo sentándonos en la hierba. Nos encontrábamos en uno de los puntos más altos de la ciudad. Viéndola desde arriba se veía diferente, impresionante. Nunca antes la había visto así. En ese momento pensé que Bilbao era donde quería vivir, donde quería disfrutar del resto de mi vida.

  • Por Asier Endaya

    Y aquí estoy, con el agua a casi treinta metros bajo mis pies llamándome con su hipnótico influjo. La deriva de mi vida me ha conducido hasta este momento.

    Sigo fustigándome con todas las cosas horribles que me han sucedido en este año nefasto. Primero la pérdida de mi padre y mi hermana pequeña en accidente de tráfico, seguida de la de mi madre, tres agónicos meses después, por algo a lo que solo se puede llamar pena.

    Luego, por culpa de esta desmedida adicción que me ha llevado a ausentarme tantas veces de casa y del trabajo, he sufrido el divorcio y el despido.

    Ya no me queda nada. Tan solo hacer algo bien por una vez. Aunque sea esto.

    Siento que la brisa en la cara se lleva poco a poco mis lúgubres pensamientos. Aprovecho este mínimo momento de paz y salto…

    Cuando salgo a la superficie escucho enfervorecidos vítores y aplausos desde ambas riberas del puente de La Salve.

    ¡Y es que el cuádruple mortal con tirabuzón y medio ha sido perfecto!

  • Por Raúl Clavero

    -Pirata-

    Me gustaba acompañar a mi madre al Mercado de la Ribera, perderme entre los sacos de legumbres y hundir a mi pirata de plástico en las profundidades de las lentejas. Cuando mi madre terminaba de hacer la compra, buceaba con mi mano y lo recuperaba de nuevo, imaginando todas las aventuras que habría podido vivir mi muñeco en aquella extraña expedición. Desgraciadamente, una tarde mi madre se entretuvo más de la cuenta y el pirata ya no regresó. Tuve que patalear, llorar, arrastrarme frente a ella hasta que el tendero, por piedad, volcó el saco de lentejas sobre una manta.

    -Qué extraño – susurró al comprobar que no había ningún juguete entre las olas de aquel mar leguminoso.

    El disgusto me duró meses, e incluso escribí una carta a mi pirata preguntándole dónde estaba. Me cansé de esperar su respuesta y, poco a poco, fui olvidándome de aquella historia. Hoy, cincuenta años después, la he recordado al encontrar al fin en mi buzón un sobre con matasellos de un país imaginario. Dice mi pirata que está harto de viajar y que quiere volver conmigo. No aclara la fecha de su retorno pero, por si acaso, yo ya le estoy preparando un plato de lentejas.

  • Por Raúl Clavero
    Accésit Ex Aequo

    -Pasajero-

    Apoyó la mejilla contra el cristal y abrió los ojos. Bilbao era ya poco más que una mancha confusa, allá al fondo, bajo sus pies, pero el funicular de Artxanda seguía subiendo y subiendo y subiendo. Cada metro que se alejaba de la ciudad le traía de regreso algún recuerdo que creía extraviado: el olor de su madre, el color de ojos de su novia en el instituto, su primera visita al Guggenheim, una sonrisa breve y limpia de su hijo, cuando aún era un niño, en una mañana de verano. Se lamentó de lo rápido que pasa el tiempo y, en ese instante, al atravesar las primeras nubes, comenzó a sospechar que el dolor en el pecho de la tarde anterior no había sido algo simplemente pasajero.

  • Por Carmiña Dovale Carrión

    Suena Costruire de Niccolò Fabi y estoy tomando una infusión en el balcón. A estas horas da el sol y no me lo quiero perder. Cuando estoy de humor saco la guitarra y me enfrento a una de las partituras nuevas que me ha mandado el profesor, pero hoy los dolores de espalda son demasiado fuertes y me basta con la manzana, la infusión y el móvil. Nunca he sido muy amiga del sol porque tengo la piel blanca y el recuerdo de haberme quemado demasiadas veces, pero este sol de noviembre caliente diferente.

    El día 8 de noviembre recibí un mensaje de texto diciendo que tenía Coronavirus, así que el apartamento que alquilé el pasado mes de septiembre se ha convertido en mi segunda piel.

    Vine aquí en busca de libertad. 20m2 orientados al sur que incluían un balcón corrido en un edificio emblemático de la ciudad de Bilbao. Un lugar muy blanco, con techos muy altos y con una distribución muy clara. La superficie se organiza en cuatro zonas: baño enfrentado a cama y junto a la cama el sofá, que a su vez queda enfrentado con la cocina. La cocina queda protegida por la propia pared del baño. En resumen, un cuarto con baño y un gran ventanal hacia el balcón.

    Normalmente me lío en el trabajo y para cuando llego a casa es siempre de noche. Ahora no, y la presencia del sol se ha vuelto protagonista. Qué importante es la luz para respirar. La luz abre el alma y descubre un cielo siempre diferente entre los edificios de enfrente.

    Apartamento número 37 con 38 años, un cuarto en el tercero y falta de aire con gran ventanal de luz. Pequeños desajustes que hacen que todo cobre sentido.

  • Por Izaskun Sasia Iriondo

    Se bajó del autobús con un objetivo claro pero un itinerario incierto. Hacía casi 40 años que no volvía a la ciudad y su memoria no era la misma.

    Recorrió aquel nuevo paseo atestado de desconocidos dejando que el olor a sal y humedad poco a poco le devolviera a casa.

    De pronto, la inmensa silueta a contraluz aceleró el pulso de su corazón golpeándole las sienes con violencia, y la agitación venció con creces a la prudencia.

    Entonces, con un deseo irrefrenable empezó a andar deprisa con pasos indisciplinados que, temerariamente pero sin miedo, le empujaban ansiosamente a ella.

    Recordaba su imagen femenina y altanera que de tan importante que era, imponía gran respeto.

    Pero ella no era así y él lo sabía, porque solo a él le había mostrado su vulnerabilidad y le había regalado el poderío inconfesable de hacerla suya, solo él le había guiado con manos firmes mientras ella se dejaba hacer en silenciosa compañía, y solo juntos habían compartido la soledad.

    Llegó hasta allí y paró en seco unos segundos. No era ella, pensó confuso, vestida de rojo parecía adolescente y sintió la obscenidad de un octogenario en busca de compañía.

    Pero la vida le había enseñado a no desistir. Sacó la llave oxidada de la cabina, el único tesoro tangible que se llevó a Sevilla y con urgido respeto araño aquella pintura intrusa que le separaba de sus recuerdos, dejando que un destello evocador, el gris plomizo de su memoria, se dejara ver. «Sí…eres tú, mi vieja Carola, mi compañera, mis ganas de volver»

  • Por Ricardo González Vara

    – Veo, veo.
    – ¿Qué ves?
    – Veo mi calle.
    – ¿De qué color es?
    – Del color, del color … de la baldosa hidráulica, del tráfico, del ruido, del color de los juegos que casi no recuerdo, del color de los niños que ahora están jugando, del color de mis padres a los que aún sigo viendo, en la calle Ledesma, en la plaza Moyua, en la plaza Santiago, el Arenal, Unamuno, Plaza Nueva, en el puente de Deusto, el parque de los patos, en el muelle de Ripa, en el Ayuntamiento, en Campo Volantín.

    Del color de La Ría y del verde de Artxanda, del color de estas nubes y del azul Bilbao.

    – Veo, veo
    – ¿Qué ves?
    – Veo a mi gente
    – ¿De qué color es?
    – Del color de quien quiere hacer mejor las cosas, de quien se esfuerza siempre, de quien tiene problemas y de quien le acompaña, de quien vive en Castaños o en Ibarrekolanda, en Bolueta, en Santutxu, en Begoña, en Indautxu, en Deusto, en la Ribera, Zorroza, en Arangoiti, en Altamira, Miribilla, La Peña.

    De quien vive en Txurdínaga, Otxarkoaga, en Abando, de quien vivió hace tiempo, de quien siempre ha vivido, de quien vino hace poco y ya es de aquí de siempre, de quien aún no ha venido, quien está por llegar. De quien será bilbaíno tenga el color que tenga y si es que no lo tenga Bilbao se lo pondrá.

    – Veo, veo
    – ¿Qué ves?
    – Veo Bilbao y ¡qué bonito es!

  • Por Beatriz Cárcamo Aboitiz

    Lo bueno de aquel puente de su infancia era que, a pesar de la velocidad de los coches, del temblor que provocaban los autobuses cuando atravesaban la parte metálica, a pesar de la prisa, de la urgencia, del vértigo que le provocaba, siempre encontraba un momento para hacerles parar.

    «¡Parad! ¡Dejad de mover las piernas, interrumpid las conversaciones, concentrad la vista en el espectáculo que os ofrezco!» Eso parecía decir el puente a las personas-hormigas que, a pie o en el interior de un vehículo, aspiraban a cruzar la ría en un movimiento rutinario y febril.

    «Parad, y si no sabéis parar, aprended. Ralentizad el ritmo, respirad a otro compás, disfrutad de la espera». Y, quisieran o no, las hormigas paraban. Las más pequeñas, como ella, abrían la boca, admiraban el enorme barco que pasaba ante ellas —un barco surcando el asfalto— y contaban los segundos que tardaba en levantarse la hoja del puente más cercana. En unos minutos todo habría acabado y el espejismo de la calma se habría disuelto en el ruido de los motores y en las vibraciones bajo los pies.

    Han pasado 25 años desde que el puente de Deusto llamara a la calma por última vez. Cuando piensa en ello, ve a la ciudad lanzando a través de él un mensaje que oían cientos de personas a la vez, en una experiencia colectiva que pasó a formar parte de la memoria imborrable de su infancia y, sospecha, de la de muchas personas. Ahora el puente calla. O, quién sabe, quizás solo se haya unido a su vecino el tigre y, como él, cuide de la ciudad mientras lanza un rugido silencioso, solo detectable por quienes se fijan en él.

  • Por Amaia Rementeria Valle

    ‘Relaciones de convivencia y cercanía sostenibles’

    El insistente sonido de la lluvia, al caer contra el lucernario de polímero blanco que levemente ilumina el último tramo de escaleras del viejo portal, le despierta una mañana de finales de Marzo.

    Después de haber vuelto a cerrar los ojos y fantasear por un instante con la idea de seguir en la cama sin atender el largo listado de obligaciones de un nuevo día, Álex se levanta perezosa y mientras desayuna las tostadas de pan con mermelada en la banqueta de la cocina, observa por el ventanal del balcón la plaza vacía; una amplia explanada de baldosas de piedra entre grandes bloques de viviendas rojizos, salpicados de ventanas vívidas como ojos que, al igual que ella, la contemplan.

    Alzando la vista, se intuyen entre la pesada bruma y la llovizna, las colinas llenas de árboles debilitados tras el frío invierno y en lo alto, al frente, el orgulloso mirador de Artxanda desde donde desciende lentamente cada día la cabina del funicular. La sensación de estar habitando una ciudad detenida, indiferente al paso del tiempo, que le envuelve cada mañana desde hace varias semanas, se desvanece en ese momento en el que el vehículo, silencioso y obediente, avanza por el camino fijado, como se desliza una oruga roja sobre la verde rama de una hoja. Álex se queda absorta mirándolo cada mañana, totalmente ensimismada, mientras contempla cómo desaparece tras uno de los altos edificios.

    De pronto, esa quietud que la invade, se ve alterada por la enérgica y entusiasmada voz de su vecino, que al otro lado del muro, desde su balcón, mantiene una conversación matinal con diversas plantas que riega con verdadera dedicación y devuelve a Álex sin pretenderlo, a la realidad del paso del tiempo en su cocina.

  • Por Andoni Fernández Calleja

    Todos caminarán por aquí y verán la belleza indiscutible, un poco de titanio y un poco de ladrillo, aunque no sea el paraíso es lo que más se le asemejara, este será el centro del universo y será el punto que todo lo contenga. -Dijo el Bilbaíno sobre su propia ciudad.

  • Por Andoni Fernández Calleja

    Hoy, hoy será el día en el que por fin vendrá por el horizonte aquello que más anhelo.

    Dijo como de costumbre aquel señor mayor que se solía sentar todas las tardes frente al mar mirando los dos azules, a la espera de que algo apareciese entre los dos y rompiese con esos colores. El señor era lo único que decía antes de sentarse durante las largas horas que pasaba mirando al mar. Como todas las tardes, se alejaba un poco de la ciudad, Bilbao se le quedaba grande. Cada día, de camino, veía los mismos edificios, pero uno en concreto captaba su atención, aunque no sabía por qué el edificio del tigre no le causaba la misma indiferencia que los demás, se identificaba, con algo de aquel tigre inmovil, congelado.

    Todos los días a la misma hora llegaba a su lugar habitual. La gente se dio cuenta de esta extraña rutina, pero en vez de repudiarla, como la gente acostumbra a hacer cuando no entiende las cosas, poco a poco cada vez más gente del lugar decidió unirse a aquellas largas tardes de silenciosa contemplación.

    Pero como en todas las historias, algo tenía que pasar, y el señor un día no se presentó, lo cual alteró al pequeño grupo que solían acompañarle

    A la mañana siguiente, se pudo ver al señor, sentado en su habitual lugar simplemente contemplando el amanecer. Con una pequeña sonrisa, parecía que había encontrado la respuesta que buscaba.

  • Por Pablo Pérez Beascoechea

    La trainera fluye sobre la masa verdosa del agua. Mis trece hombres y yo, remamos hacia el mar, despacio. Quiero retener este paseo en mi memoria; una evaluación médica ha descubierto una malformación en una válvula de mi corazón y los médicos me aconsejan abandonar el remo. Es mi último día como patrón.

    La sombra del puente Rontegi, vuelve el agua inquietante. En un solar abandonado, la hierba crece entre un suelo agrietado por el tiempo. Se suceden muelles corroídos por la salinidad, escaleras que se pierden en el agua. Ruinas industriales. Cangilones metálicos, cadenas, barcos decrépitos. El motor del bote verde que une las orillas ronronea. La escala del Nervión trasciende lo humano: grúas, barcos, puentes. Los colores artificiales del astillero se rebelan contra el entorno áspero que los rodea: naranjas butano, amarillos, azules eléctricos. Junto a un inmenso barco en construcción, parecemos rémoras que acompañan a una ballena. Los trenes pasan veloces por la márgen izquierda. Cae el sirimiri frente a la acería compacta, último vestigio de los altos hornos y sus coladas ardientes. Cruzamos bajo el puente colgante envueltos en la niebla.

    Arengo a mis remeros con un grito para empezar la carrera, como lo hacían los pescadores de anchoas. Llegar último a la subasta de pescado suponía hambre para las familias. Escucho las gaviotas, la respiración de los hombres.

    Grito para enfilar el paso entre el puerto y el faro del morro. La trainera embiste el oleaje. El viento arrastra la espuma contra las espaldas. El agua salobre me quema la boca. Mi corazón se acelera. En cada palada mis remeros tensan sus torsos, sus brazos. Las caras se comprimen por el esfuerzo. Los remos rechinan contra los toletes.

    Grito. Es mi forma de decir que estoy con ellos, somos uno. El grito es fuerza.

  • Por Andoni Fernández Calleja

    Todo sigue igual, es como si el tiempo hubiese parado, como si el mundo se
    hubiese estancado en un único día de su historia, al menos de la historia de lahumanidad. La vida sigue, y entra en lugares donde antes no entraba. Se le haría raro a la gente ver el metro de Bilbao lleno de plantas y de animales, se me hace raro incluso a mí, y eso que ya han pasado 22 años. Todos los carteles publicitarios de películas, de anuncios de colonia, de eventos… Siguen todos tal y como se quedaron. Aún así, es difícil no ver la belleza en la quietud de una ciudad, en lo vacío, aunque es como si le hubiesen arrancado algo a ésta.

    Es cada vez más raro el día en el que me encuentro un infectado, creo que están alejándose de la ciudad, que están muriendo poco a poco. Como todos los años el frío mata a unos cuantos pero la falta de comida durante largos periodos los inmoviliza.

    He llegado al punto en el que ya no se me hace raro caminar solo, aunque hace tiempo que ocurrió, creo que no ha sido hasta hace poco que me he hecho a la idea. Me gusta poder caminar por las calles por las que he caminado, desde que era pequeño, y ver la ciudad con otros ojos, eso es gracias a él. No me solía fijar en las cosas, pero ver la ciudad con la mirada de un turista cambia completamente tu imagen de un sitio, los edificios y las plazas pasan a formar parte de una sinfonía, más que ser simples y rutinarios trozos de ladrillo y cemento. Tenía razón en eso que decía, todo sigue y seguirá siendo igual hasta que cambias tu forma de mirar las cosas.

Categoría  mayores de 65

  • Por Mª Ángeles Andrés

    Una página en mi diario

    Hoy me desperté sintiéndome feliz por primera vez en meses. Esa llamada del Hospital de Basurto ponía fin a mi mal llevada soledad. Juan volvería en unos días. La casa recuperaría pronto su voz ruidosa y se despediría del exceso de silencio que me había acompañado día tras día, hiciera lo que hiciera.

    Ahora, con la esperanza de tu vuelta, retomaremos nuestros planes: ¿qué haremos primero Juan? Sí claro, pasear bajo los plátanos del Arenal que en este otoño avanzado, cubren el suelo de hojas; por supuesto también iremos   al teatro, de punta en blanco, eso sí, como a ti tanto te gusta; y sí por supuesto que cuando vengas tendré trufas para el té. Y si te sientes con fuerzas, en unos meses iremos a Mallorca como tanto soñamos, para rememorar nuestro viaje de novios.

    Ay Juan, cuanto te he echado de menos. Desde que te fuiste escribo en mi diario sentada en tu butaca, sí, donde cada día leías el periódico junto a la ventana, y ocupando tu espacio, te cuento todo lo que hago, banalidades sin ti. Desde la ventana, nos veo ahora con Paul y María corriendo tras las palomas, te acuerdas? Y María con su vestido de novia caminando hacia San Nicolás, con la cola recogiendo hojas, ya le dije que era mejor en primavera, pero ella es tan cabezota… Y ahora Paul con un niño en brazos, rubio, como tú cuando eras joven, ay cuántas pequeñas cosas que son tu vida y la mía han presenciado estos árboles. Tú vuelve, las hojas y yo te esperamos.

  • Por Mª Ángeles Andrés
    Primer Premio

    Miguel y yo organizamos nuestra boda ocupándonos de todos los detalles.

    Cuando conseguimos reservar fecha en la Basílica de Begoña, mi madre y mi abuela dijeron que sus plegarias habían sido escuchadas, ellas tienen mucha devoción a la patrona de Bizkaia. Algunas veces las he acompañado el 15 de agosto, subiendo en peregrinación por las escaleras de Mallona, y es emocionante sentir como la virgen te acoge en su casa, un edificio espléndido por fuera y por dentro.

    El tema de los invitados se nos fue de las manos; no entendí el empeño de mi padre en convidar a gente con la que hacía negocios, ni el interés de Miguel en invitar a políticos, que no se pierden un evento con tal de figurar.

    El novio era perfecto, brillante en su profesión, apreciado socialmente y muy querido por mi familia. Parecía que me llevaba un trofeo casándome con él, pero cuando faltaban cuatro meses para darnos el «sí quiero» conocí a Roberto; no buscamos enamorarnos pero tampoco lo evitamos.

    Llegó esa mañana del veinticinco de abril. A primera hora, fui con mi madre al salón de belleza. El maquillaje, debía borrar las huellas que esa noche de insomnio dejaron en mi rostro. El culpable fue Roberto, su llamada esa noche rogándome que no me casara, fue abrumadora y consiguió, que mis dudas y mis nervios se disparasen.

    Temblaba cuando del brazo de mi padre entré en la Basílica; los invitados con sus mejores galas, sonreían a nuestro paso. Bajo el altar, esperaban Miguel y su madre. Cuando empezó la ceremonia, la Virgen parecía mirarme, y yo, le pedí ayuda; me hizo falta cuando el sacerdote preguntó: Lucía: ¿quieres recibir a Miguel como esposo, serle fiel…

  • Por José Mª Garaizar

    Udalerritik irten barik egin dezakegun gauza bakarretakoa Bilbon barrena ibiltzea da. Ibaizabalen ezker eta eskuineko bazterrak ibiltariz betetzen dira arratsaldero, baita asteburu- goizetan ere.

    Batera eta bestera begira, eraikin hau, beste hura, marea gora dator edo behera doa, zubi parera iritsi arte. Zubi gainetik, baina, ez gara ohartzen azpian dugun xehetasun guztiez, eta ibai bazterretik oinez jarraitu behar da horietaz jabetzeko: erabilitako materialak, diseinua, egitura mota, lotuneak, eta abar. San Anton zubitik hasita Zorrotzaurreko bigarreneraino, hamabi dira zubiak, ezberdinak oso.

    Azkenaldian Deustukoak ematen dit atentzioa. Betidanik ezagutu dut, baina orain, zenbat eta gehiago ikusi, gero eta gustukoago dut. Azken zubiak, ordea, oraindik inauguratu zain dagoen Zorrotzaurreko bigarren horrek, egoneza eragiten dit. Taula eta arkuen arteko harremana ez da ona, ez da lasaia. Arku batek berezko ezaugarriak izan behar ditu, tiranteak ondo ikusi behar dira, argi gera dadila elementu bakoitzaren lana eta betebeharra.

    Joan den igandean, eguraldia lagun, Zazpikaleetako gure etxetik oinez abiatu nintzen, marrazteko tresnak motxilan nituela. Tipi-tapa zubi eta eraikinei erreparatuz nindoala, nire uste apalean berauen ezaugarri on eta txarrak bereiziz egin nuen bidea.

    Azken zubiraino heldu nintzen bada. Eserleku batean eseri eta denbora apur bat eman nuen zubiari so, motxilatik marrazteko tresnak atera eta lanari ekin nion arte. Marraztu nuen zubiaren egungo egoera, eta marraztu nituen jarraian proposamenak ere, bat-bateko barne lehiaketa batean banengo bezala. Laster azaleratu zen diseinu irabazlea: arkua altuagoa eta tiranteak ondo ikusteko modukoak zituena. Honek lasaitu ninduen.

    Berandu zen etxera bueltan bazkaltzera iritsi nintzenerako. Alabak zergatia galdetu eta nik zer egitetik nentorren adierazi nionean, galdezka jarraitu zuen, nire ateraldiarekin harrituta edo. Hona hemen nire erantzuna: «Demagun han marrazten ari naizela norbait niregana hurbiltzen dela, eta norbait hori zubiaren sustatzailea dela, eta nire proposamenarekin erabat ados datorrela. Hau honela izanik, baietz hurrengo zubiaren enkargua niri egokitu!»

  • Por Jaime Iza Zubiaur
    Segundo Premio

    Paseo por el parque de Doña Casilda, y muchos recuerdos vienen a mi mente. Me gustaba cuando de niña, mis padres nos traían a este lugar, alquilábamos unos triciclos con grandes ruedas y corríamos por los caminos, hasta llegar al estanque de los patos, solo allí parábamos para echarles barquillos y deleitarnos con su belleza.

    Años después, vendría con mi novio Arturo, disfrutábamos tanto de aquellas idílicas tardes; éramos jóvenes y hacíamos muchos planes de futuro juntos, pero su falta de formalidad, provocó nuestra ruptura.

    Y pensar que después de tanto tiempo cada vez que nos encontramos, saltan chispas cuando nos miramos. Me resulta difícil soportar semejante cúmulo de emociones y aparentar serenidad.

    Qué tristeza cuando vi, que brillaba en su dedo, un alianza de casado que yo no le puse, y él sin embargo, sonrió al percibir, que yo llevaba puesta la sortija que él me regaló y que no me he quitado en todos estos años.

    Hoy, el parque está precioso vestido de otoño, pero su ambiente es más frío, más huraño, o tal vez mis vivencias lo tiñen de nostalgia.

  • Por Mª Ángeles Andrés
    Premio especial del público y mención especial

    De la calle Correo al Arenal

    Mi abuela me dejó en herencia su piso en el Arenal; yo vivía con mis padres en la Calle Correo 3. Por cercanía física y emocional, compartimos mucho tiempo en mi infancia y adolescencia.

    Hoy hace cuatro meses que nos dejó y por fin he encontrado el valor suficiente para abrir la casa. Entré en aquel segundo piso, el ambiente estaba cargado y corrí hacia las ventanas, recordaba esa vista maravillosa y esas tardes junto a los balcones viendo la gente pasar. Volví la mirada al interior, me pareció que el tiempo se había congelado, los cuadros, la camilla todo seguía allí y al ver el secreter, recordé cuantos momentos pasaba ella escribiendo y ordenando papeles.

    Abrir la persiana de aquel mueble y tener acceso a su interior, me pareció entrar en un territorio prohibido. Allí estaban sus recetas de médicos, sus papeles de bancos, sus joyas, todo perfectamente ordenado. Me llamó la atención una pequeña caja en forma de corazón; en su interior, había una sortija con una fecha en el reverso 15-8-2015 y una tarjeta: «Te amaré mientras viva. Gonzalo Fernández de Cea.»

    Sin duda, mi abuela en su viudedad, tuvo un amor secreto; entonces recordé haber visto en San Nicolás, en su funeral, a un señor al que no conocíamos que lloraba desconsolado.

    Salí de su casa con la decisión tomada: aún no es tarde para mi, según andaba, la brisa de otoño en mi rostro, me hacía sentir más viva que nunca.

  • Por José Mª Garaizar
    Segundo Accésit

    Quedamos en pasear por las márgenes de la ría, puente tras puente hasta el último, mi objetivo, el 2º de Zorrotzaurre aún sin estrenar.

    Por el camino comentaba lo que íbamos viendo: El Palacio de Congresos, la estructura metálica del Puente de Deusto con su composición armónica y algunos detalles de las fachadas de los bloques que daban a la ría en Deusto. Unas con acabados en plaquetas cerámicas de colores no conjuntados. Otras eran anodinas. Destacaban para bien El Tigre y algunos edificios racionalistas, de los que hay muchos repartidos por Bilbao, con sus balcones de fábrica curvos. Otros nuevos, con fachada ventilada, me parecían bastante dignos.

    Cuando llegamos al último puente era ya la hora de comer y mi amigo tuvo que despedirse. Me senté en un banco a contemplar el puente. Era un tema pendiente que tenía que resolver. El diseño, con tablero, arco y tirantes, desde el primer día que lo vi me provocaba un cierto desasosiego. Quería redibujarlo con una nueva composición que me relajase. Saqué de la mochila carpeta y lápiz, y me puse a ello. Estaba claro que un arco que se precie de serlo tenía que tener más entidad, sobresalir, que los tirantes que pendían de él fueran visibles para que se entienda bien cuál es su función. Después de un rato creo que lo conseguí.

    De vuelta en casa mi hija me preguntó por qué había llegado tan tarde a comer, y para qué valían los dibujos que había hecho. Le contesté: «Imagínate que el que encarga los puentes pasa por allí y se me acerca, y que a él también le desasosiega ese arco tan bajo, con esos tirantitos, y le gusta mi propuesta. Igual me encarga a mí el siguiente puente».

  • Por José Mª Garaizar

    – Quiero que veas una cosa
    – ¿Qué es lo que hay que ver?
    – La marquesina de esta parada de autobús del Arenal. Están sustituyéndolas y me gustaría que te fijaras en algunos detalles porque luego te quiero llevar a la Plaza Circular para que veas una de las nuevas, ya colocada.
    – ¿En qué me tengo que fijar?
    – Tiene la cubierta de cristal a cuatro aguas. Está protegido por esta mampara de vidrio que llega hasta el suelo.
    – ¿Alguna cosa más?
    – En cada municipio las marquesinas son diferentes. Las hay discretas, funcionales, algunas recargadas, otras parecen minicaseríos. En Bilbao se han dado cuenta de la importancia del tema. ¿Te imaginas una ciudad con 215 marquesinas iguales y feas? ¡Vamos a la Plaza Circular!

    Tras un paseo cruzando el puente y la calle Navarra llegamos junto a una marquesina recién colocada.

    – ¿Esta es la nueva que dices?
    – Sí
    – ¿En qué me tengo que fijar?
    – La cubierta, es a un agua. La estructurilla metálica que los sujeta en ménsula, son perfiles de inercia variable, más canto en el empotramiento, y menos en el borde. Mira el encuentro entre la viga y el pilar, con elemento circular a modo de rótula. Protección con vidrio, sin llegar al suelo, sujetado a la estructura principal con un tornillo pasante. ¡Qué limpieza! ¿Ves cómo está enmarcada la información, separado de los bordes? Está todo cuidado.
    – Porque tú me lo estás explicando, sino hubiera pasado desapercibido para mí.
    – Pero seguro que te transmite buenas sensaciones igualmente.

    En Abandoibarra había contenedores, vías y un parking descuidado tras una valla rota; ahora el Guggenheim, otros edificios modernos y un paseo espectacular acompañando al tranvía. El metro, todo sale bien. ¡Tenemos mucha suerte!

  • Por Félix Ibáñez Pérez
    Primer Accésit

    Un año la ola desbordó la orilla y se llevó a un niño.

    Las madres nos repetían esa historia los días de botadura. Aunque sin fecha fija en el calendario, esos eran días de fiesta en el barrio. Mujeres, niños y obreros de los pequeños talleres auxiliares bajábamos a Botica Vieja, cruzábamos la carretera por donde pasaba el trole rojo de dos pisos y esperábamos ansiosos el momento crítico en el que desde el palco de autoridades, al otro lado, la madrina lanzara la botella contra el casco y el barco comenzase dubitativo a desplazarse desde la cuna a la grada donde se había construido.

    El gran tigre de piedra lo veía todo. Desde su atalaya dominaba el horizonte de grúas y controlaba la actividad febril del astillero, a los obreros atentos al deslizamiento del buque derribando con estrépito las sujeciones a su paso, a su proa afilada hendir el agua como un cuchillo y a la marea elevándose súbitamente. Luego, las enorme cadenas amarradas a popa golpeaban la superficie de la Ría con estruendo de traca final, frenando la deriva del buque. Barco a flote. Menos de un minuto para el milagro. Tampoco esa vez nos mojaríamos.

    La majestuosa mole pétrea observa después al gentío dirigirse a la campa de tilos y plátanos de la cervecera donde, en las noches cálidas de verano, las familias cenan alrededor de la fiambrera con tortilla, pimientos y filetes empanados. El puente de Deusto se eleva y parece saludarle. El tigre fue un espectador obligado de los enfrentamientos de 1984 que tuvieron a ese mismo puente como escenario. También aquel día a finales de noviembre en que la Policía Nacional entró en el astillero y disparó fuego real.

    Hubo muchos heridos, y un muerto. Eso decían en el barrio, y era verdad.

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