Trabajos presentados concurso Bia Stories
CIUDADES IMAGINADAS
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Plazo de votación finalizado.
La entrega de premios se realizará el 13 de febrero de 2025
Categoría 12-18 años
Historias entre las sombras
23:15
El cansancio me acompaña mientras desciendo las escaleras del metro, integrándome en el flujo constante de la ciudad nocturna.
23:23
El metro llega. La multitud se apresura, reflejando la prisa y el deseo de encontrar asiento.
23:40
Tras varias paradas de pie, encuentro un asiento libre, un breve respiro en el trajín metropolitano.
23:46
Alguien se sienta a mi lado. Miro de reojo. Es un hombre escuálido con gafas redondas, que reposan en la punta de su nariz. Me observa, aparto la mirada.
23:52
Vuelvo a mirarlo. En su regazo, un cuadernillo, donde garabatea palabras con rapidez. Esta vez no evito su mirada, observo y sonrío.
23:57
Última parada. Urduliz. Siento su mirada fija mientras sigue escribiendo, pero no logro descifrar el qué.
23:59
Llego a mi destino. El cansancio regresa de golpe. Me despido del desconocido con una mueca que intenta ser una sonrisa y salgo.
…
13:31
Frente a un escaparate, algo llama mi atención. Un libro. Historias entre las sombras.
13:58
Comienzo la lectura.
Dedicatoria: “A la desconocida que me regaló una sonrisa en el metro”.
Categoría 19-65 años
Arquitectura del tiempo
Desde la ventana de su casa, fabricada con maderas rescatadas de naufragios, David observaba el mundo. Cada tabla de la fachada contaba historias de la mar: tormentas, horizontes lejanos, sueños de navegantes.
Su aldea en Careñes eran casas diseminadas, huertos respirando junto al viento salado y caminos de tierra que se bifurcaban en prados. Veía pasar los días con los ojos curiosos de quien aún no entiende la fugacidad de lo cotidiano. Pero un día llegó la primera máquina excavadora. Se llevó la ladera donde pastaban las vacas. Más tarde, el viejo molino fue sustituido por un chalet blanco con ventanales que jamás se abrían. Poco a poco, los huertos desaparecieron, y en su lugar surgieron jardines que no necesitaban manos.Las nuevas casas crecían como hongos, perfectas y frías. La gente llegaba en coches cerrados, saludaba apenas con un gesto y se encerraba tras puertas que no contaban historias. Seguía asomado a su ventana, pero el paisaje había cambiado. Las risas de los vecinos se habían apagado, los caminos se habían pavimentado, y el mar parecía un recuerdo lejano. Solo las maderas de su casa seguían susurrándole historias de un tiempo que nadie parecía recordar.
Ciudad sueña ciudad
La ciudad descansa. La ciudad sueña. Del mismo modo que un cachorro humano, la ciudad se pierde en divagaciones oníricas serpenteando entre chimeneas, saltando entre apliques, apenas una sombra recorriendo las calles. Le gusta pasar por el muelle y asustar con su silueta a los anguleros. También disfruta en los callejones débilmente iluminados, donde con poco esfuerzo compone figuras que sobresaltan a los transeúntes. Pero siempre es lo mismo: sustos, fosfenos, parpadeos fugaces. En ese punto, bien entrada la noche, la ciudad se acurruca en
su jergón de asfalto y su sueño torna más profundo. Fantasea entonces con ser otra ciudad, una donde el titanio reemplaza al hormigón, el cristal al óxido. También imagina limpia, libre de contaminación, la ría que la atraviesa. Aovillada igual que un gato, ensimismada en su arrobo, la ciudad esboza media sonrisa cuando proyecta zonas verdes a lo largo de su piel, con anchos paseos peatonales y confortables carriles bici. Entre ronquidos, chupándose el dedo gordo, la ciudad sueña con ser mejor de lo que es. Quién sabe, quizá mañana logre materializar aquello que prefigura, pero ahora debe dormir. Respetad los anhelos blancos de la ciudad gris. No sobresaltéis, por favor, el sueño de Bilbao.Historias de barrio
El barrendero inicia temprano su jornada laboral. Una mañana más, al atravesar el parque, la peluquera le dedica un escueto saludo. Entonces, como cada día, él piensa en su frialdad y en lo poco que le costaría modificar sus rutas de limpieza. Pero entonces no podría ver su pelo de trigo, ni su mohín desdeñoso, ni esa nuca perfecta subiéndose al autobús urbano…
(…)
La peluquera se despide cuando el autobús se detiene. «Hasta mañana», sonríe coqueta. «Hasta mañana», responde él indolente. Se trata de un ceremonial escueto sin el que ella no puede vivir. Ella adora su voz grave, su gesto ausente, sus ademanes carentes de empatía. Esas manos grandes con las que el conductor, cada mañana, la invita a salir del bus…
(…)
Escoltado por la ciudad, el conductor de autobús regresa a casa. La radio inicia una prescripción de noticias, un rumor en torno al último escándalo político. No le interesa. Cansado, reconcentrado en su amor, para él sólo existe una cosa. ¿Por qué es tan cobarde? ¿Cuándo acopiará el valor necesario para decirle algo al guapo barrendero que limpia el parque cada mañana?Mi ciudad
Hace años que me mudé a una ciudad bucólica, abrigada por montañas y protegida por el mar. Una gran ría la cruzaba, y árboles más altos que rascacielos se abrían paso hacia un cielo sin final. La luz presidía todo y extendía sus tentáculos cada mañana, pintando de rosa y ocre el microcosmos de la ciudad. Por la noche eran los azules y grises los que teñían de sueño el lugar.
Un día llegaron las grúas. Eran casi tan altas como los árboles y despuntaban entre las montañas. De ellas colgaban las losas que venían en cargueros desde el mar. Sus dueños querían levantar torres que asemejaran la realidad. Pintaron calles tan largas como ríos y diseñaron parques para poder escapar.
Hoy ya nada es igual. La nueva ciudad quedó atrapada entre montañas y acorazada por el mar. Busco el horizonte y sonrío. Intento ver, en lugar de mirar. La encuentro entre torres y calles. Está en la luz y en la oscuridad. Guardo silencio para no despertarla. Duerme bajo un cielo azul Bilbao. Es mi ciudad.
La abuela no tiene wifi
Aquella diminuta aldea estaba a dos horas de curvas por carreteras comarcales, una eternidad para cualquier crío de capital con aeropuerto como yo que prefería quedarse en casa conectado a sus videojuegos.
—Daremos una sorpresa a la abuela —explicó mamá—.
Cuando llegamos nos recibió un laberinto de callejuelas vacías, petrificadas en el tiempo. Instintivamente bajé del coche y corrí a conectar mi videoconsola.
—Cariño, aquí no hay internet —sentenció mi padre.
El peor día de mi vida.
Me escondí en una habitación desde donde escuchaba a los mayores. La abuela, antes tan emocionada por nuestra visita, de pronto parecía triste. No tenía suficiente pan para la comida.
“Pues no he visto supermercados aquí”, pensé.
Entonces la abuela recordó que era sábado, miró su reloj y respiró aliviada.
Poco después la conversación de los adultos quedó interrumpida por un claxon que sonaba insistente calle abajo. Al oírlo, la abuela cogió su monedero y salió a la puerta. Abandoné mi escondite para ver una furgoneta alejarse atronando de nuevo con su bocina y a mi abuela sonriendo con dos barras de pan en la mano.
Indignado, respiré profundamente y grité:
—¿Y cómo hizo ese pedido la abuela si no tiene WiFi?
La ciudad con boca y la luna proyectada
Caminaba decidida, deteniéndome un instante en el Puente Zubizuri, de diseño futurista, para observar el reflejo de las luces sobre el Nervión. Llevaba un día agotador, entre reuniones interminables. Agradecía que mi oficina tuviera grandes cristaleras que me permitieran ver un Bilbao camaleónico. Por la mañana, la niebla abrazaba las colinas que rodean la ciudad y, por la tarde, el sol inundaba de luz al gigante de titanio, emblema de la arquitectura moderna.
A esa hora, el ambiente bullía: cuadrillas de chavales chapurreando “euskañol”, hordas de turistas con plano en mano, gente haciendo deporte y el sonido de mis stilettos resonando cual mantra en los adoquines.
A escasos metros, la imponente fachada neobarroca del Teatro Arriaga, un edificio testigo de innumerables representaciones, de la vida cultural de Bilbao y de mi segunda cita con Alain, sorteando columnas en el gallinero. Pero la primera sigue intacta en mi memoria: fue en la Alhóndiga, un antiguo almacén de vinos reconvertido en un moderno centro cultural, que conserva el respeto por su historia mientras alberga arte y actividades sociales. Allí, me preguntó: “¿Alguna vez te han bajado la luna?”, le dije que no. Unos instantes después, la pantalla sobre nuestras cabezas se iluminó.
Un cambio saludable
Los primeros rayos de sol de aquella expléndida mañana se reflejaban en el agua de la ría, confiriendo un colorido único al histórico paisaje que tenía ante mis ojos. Mientras me desperezaba con cierta inquietud, mantenía fija la mirada en el punto exacto por el que debía aparecer, en escasos instantes, el que iba a ser origen del cambio en los hábitos de vida de la ciudad.
Finalmente, tras unos segundos que parecieron eternos, un grupo de drones surgió desde la distancia. Las aeronaves se fueron, poco a poco, distribuyendo por las azoteas de los edificios que se encontraban junto a la ría. Aproveché el momento para acercarme al patio interior de mi edificio y observar la maniobra que se iba a producir.
El dron se acercó a una plataforma situada en el tejado y descargó un bulto que fue inmediatamente absorbido hacia unos conductos. Al momento, se escuchó un pitido en la cocina. Acababa de recibir un paquete con tres pequeñas cápsulas debidamente identificadas. Tomé la marcada con la palabra “Desayuno” y la introduje en un nuevo electrodoméstico llamado “preparador”. Un par de minutos después y, sin apenas esfuerzo, disfrutaba del primer desayuno saludable del futuro.
No hay que tener miedo al cambio
Me gusta el nuevo Bilbao: pasear por sus calles, disfrutar de su ocio, de su cultura y enseñarla orgullosa. No soy vecina de la ciudad, pero cada día encuentro la excusa para acercarme a ella y, por eso, la hago un poco mía.
Invierno, primavera, verano, otoño. En cualquier estación tiene su encanto. Difícil resistirse a acercarse a la ría, la ciudad mira hacia ella. Sus riberas, la mezcla de estilos en su arquitectura urbana, sus gentes diversas y sus experiencias al gusto, de día o de noche, Bilbao engancha.
¡Quién lo iba a decir! Confieso que yo no esperaba un cambio tan impresionante, y entono el mea culpa. Nunca debí subestimar a las personas visionarias que lo tuvieron claro desde el principio. Gracias a estas personas Bilbao hoy es una ciudad internacional, cosmopolita y referente. Me declaro oficialmente su fan.
Un hombre sin más
La primera vez que lo hice sentí un crujido en mi interior, un entrechocar de vidrios rotos, como si un edificio de cristal se derrumbara súbitamente dentro de mí, arrastrando a la persona que fui, el ciudadano satisfecho de vida reglada, el trabajador ejemplar, el vecino sonriente, el hombre normal con familia, con amigos, con nombre y apellidos propios.
Pero extendí mi manta en la avenida más ancha de la gran ciudad, desoyendo a duras penas el estruendo ensordecedor en mi corazón rabioso. Busqué, no un alero cualquiera, sino uno bien amplio -enero languidecía, la Navidad se había despedido y los transeúntes repudiaban los excesos de unas fiestas en las que no es infrecuente ser derrochador y sentirse generoso.
Y me senté, abierta en canal mi vida derruida, mi humanidad desnuda y avergonzada expuesta a todos. Miré a las gentes pasar; simplemente me quedé ahí, al abrigo de una pared anónima, bajo el techo improvisado que la ciudad me brindó para que no estuviera tan desprotegido, no fuera tan indecoroso. Y al tintinear la primera moneda, levanté la mirada y encontré la complicidad de unos ojos: la cuidad guardaba un sitio para mí. No estaba solo.
Billete de ida
No suena el despertador y llego al coche acelerada. El vecino del segundo regresa a casa con churros. Los hay con suerte. El coche está en la reserva, otra vez. Cojo un metro que va razonablemente vacío, y tomo asiento. Veo por la ventana una ría muy tranquila con un equipo de remeros bogando hacia el corazón de Bilbao. De esta tarde no pasa: al gimnasio de cabeza. Recuerdo que me apunté a un taller de cerámica en Zorrozaurre. Tengo que mirar la fecha, ¡no sé vivir sin agenda! Una chica que se sube en Erandio, acomoda en su regazo una mochila: UD; qué tiempos. Cuánto me agobiaba cuando jamás he vivido mejor que en la universidad: cafés a docenas tocara recreo o no, sentados al sol en la hierba, chismes de los romances de clase, quinielas de qué caería en el siguiente examen… También pasábamos buenos ratos planeando viajes que nunca hicimos. Me encanta el centro de la ciudad por la mañana; cuando todo es posible, cuando pinto con la mirada una lengua verde donde sólo hay cemento, cuando me tranquiliza su calmada ría. El portero de la oficina me mira asombrado: -¿Hoy aquí…? ¡Si es sábado!
Mar cruzado
Despierta la ciudad sumergida en una densa niebla. El sonido de los primeros motores del día crece progresivamente desde varias coordenadas, como mareas vivas que todo lo cubren; a su vez, el goteo precipitado de habitantes confluye en corrientes multitudinarias, tibias, indiferentes. Surgen así fuertes marejadas que, atraídas sin aparente remedio por fuerzas desconocidas, discurren en un sucesivo baile de encuentros perfectamente coordinado por una melodía de luz bicolor. Al sur, con muda y calmada normalidad, el tren ligero impulsado por un tendido eléctrico perceptible, pero sutil, se introduce en este caos controlado. Esta nueva oleada puntual y precisa se detiene periódicamente para recibir a quien quiera complacerse de la belleza arquitectónica que, a su paso, despliega la ciudad. En apariencia, nada extraordinario sucede en medio de esta confusión. Todo fluye de un modo mágico. Y, sin embargo, hay días en los que un anhelo de calma, de brisa, de equilibrio sobreviene en este mar.
Reencuentro
Decidimos que fuera Bilbao la ciudad donde nos conocimos, en la que pasaríamos la siguiente fase de nuestras vidas, la definitiva.
Habíamos perdido a nuestras parejas hacía años. Nuestros hijos e hijas eran ya independientes. Nos volvimos a encontrar.
Paseamos por la ciudad, comprobando las mejoras que no estaban entonces, en la época de nuestro romance. Algunos cambios los vimos gestarse pero aún no los habíamos disfrutado. Comenzamos puente tras puente, con el Guggenheim de referencia.Ahora toda la ciudad es mucho más agradable para pasearla. Los coches no son los reyes, pierden terreno día a día. La Ría está recuperada y atractiva.
Nos vamos contando las historias de nuestras vidas desde que nos separamos. Tenemos tiempo. Seguimos también las vidas de nuestros hijos. A ellos no les hacía mucha ilusión vernos juntos al principio, pero por otro lado quieren que estemos acompañados, activos, callejeando por el Casco Viejo, de compras en la Gran Via, sentados tomando algo en una terraza de las tantas que hay ahora, tomando el sol sentados en un banco del parque de Doña Casilda o haciendo ejercicio subiendo y bajando del parque Etxebarria. No les gusta imaginarnos solos en casa viendo la televisión.
Infancia
El mirador del último piso se reflejó durante unos instantes en las gafas de sol de la mujer. Era un singular encuadre sobre el cielo límpido, semejante a una fotografía tomada con un objetivo ojo de pez; una imagen distorsionada, donde las líneas planas de las impostas eran curvas, en la que la balaustrada del balcón de su niñez se doblaba y sucumbía al alabeo caprichoso de la nueva perspectiva.
Se quitó las gafas, conmovida por la deformación; retrocedió unos pasos para alejarse de la casa, sin dejar de mirarla, enfrentándola, esta vez, desde el punto de vista de la realidad. Concluyó que era más estrecha de lo que le parecía de niña, que el mármol en el que se enmarcaba la puerta de entrada era mucho menos rojo y brillante. Se acercó y recorrió con un dedo las vetas de la piedra del gran arco del portal, algunas tan profundas que le evocaron los surcos del rostro bondadoso de la abuela. Se puso las gafas. Escogió los recuerdos curvos sobre la existencia recta.
Torre de marfil
Cuando las riadas tornaron males cotidianos y la basura se amontonó de modo insostenible, la ciudad creció hacia arriba. «Si conseguimos elevarnos lo suficiente, dejaremos de ver la porquería», pensaron los arquitectos del futuro e iniciaron un proceso de ascensión.
Primero fue necesario dotar a las alturas de intricados sistemas de comunicación —avenidas, autopistas, ferrocarriles aéreos—, de tal forma que todo contacto se produjese en un plano más o menos horizontal. En paralelo, se hizo igualmente imprescindible construir edificios que en sus puntos más altos se elevaban tres mil metros sobre el nivel del mar. «Observad lo que hace medio siglo denominaban rascacielos», señalaban los urbanistas hacia la torre Iberdrola, y reían. Finalmente tuvo lugar la plantación de personas, un proceso de gentrificación donde cada habitante reclamó su espacio. Por una antigua asociación de ideas —«a más altura, más estatus»—, los ciudadanos adinerados ocuparon nuevamente las esferas
más eminentes. Alejada del muladar, bien pertrechada en su torre de marfil, en ese punto la ciudad volvió a prosperar. Sólo los pájaros parecían añorar el cielo perdido. Ajenas al ápex de la civilización, miles de avecillas revoloteaban confundidas entre atalayas de cristal.
Estas nubes antes eran un buen barrio, trinaban.La ciudad que me olvidó
La ciudad se duerme, pero a mí ya no me quedan ovejas que contar. Me envuelvo en cartones, cruzo las piernas bajo unas mantas y cierro los ojos. Primero, la barredora; luego, una sirena, voces lejanas y tacones que se acercan. Los sonidos vienen y van, igual que tú: te agachas, lanzas una moneda al pozo sin fondo de mí vida y continúas tu camino. A veces no se trata de dinero, ropa o bocadillos. Bueno, si son de La Viña, quizá sí. A veces sólo se trata de decir hola y cuando lo haces, se me llena el alma. Yo respondo con otro hola, tú sonríes, pero te alejas y el saludo se desvanece, sin llegar a convertirse en un sencillo ¿qué tal? Al rato, un hasta luego pasa apresurado, y yo respondo aúpa, tan de aquí, tan tuyo, tan nuestro. Pero ni así consigo detenerte. Entonces, escribo un ola sin hache sobre un cartón y tú lo ves. Sonríes, consciente de la trampa. Yo también sonrío, pero te alejas. Un buenas noches me esquiva, mientras un perro con gabardina husmea y unas botas caminan mudas.
Me despierto, te miro y con un hola me empeño en hacerte recordar.
Miéville
Fue mi abuelo el que me habló del Bilbao paralelo. Es otro Bilbao donde lo que en el Bilbao oficial se encuentra a la derecha está a la izquierda, y viceversa. Y la gente es la misma, pero algo diferente. Casi nadie lo conoce, sólo unos pocos, todo ellos experimentados paseantes bilbaínos, como mi abuelo. Se puede ver desde unos cuantos miradores secretos. Uno de ellos está en cierto banco de la plaza Moyúa. Si te sientas ahí y sigues una serie de pautas, verás ese otro Bilbao donde el palacio Chávarri queda a la izquierda y el hotel Carlton a la derecha y, y si sigues la Gran Vía en ese sentido, acabarás en la estación de Abando en vez de en el Sagrado Corazón. También me gusta el del paseo del Campo Volantín. Está en un callejón florido. Desde ahí contemplarás el museo Guggenheim como si fuera el reflejo de un espejo, con su Puppy al otro lado y la corriente de la Ría yendo en dirección contraria.
Pero mi preferido se ubica en el parque de Doña Casilda. Por ahí nos veo a ti y a mí con un par de niños morenos. Resulta que en el Bilbao paralelo tú y yo acabamos juntos. En el Bilbao oficial sé que estás con él, que tienes dos niñas rubias y que trabajas en Hacienda. En cambio, en el Bilbao paralelo pusiste tu soñada academia de teatro y yo doy clases de filosofía en un instituto. Nuestros niños son más revoltosos que tus niñas, pero qué felices parecemos.
Sé que no es sano husmear tanto en ese Bilbao paralelo, pero no sabes lo satisfecho que vuelvo a mi piso de Zabala, situado sobre mi cafetería, después de vernos. Porque sé que, al menos en otro mundo, quisiste estar conmigo.
¡Bilbao en movimiento!
Sonó el despertador y, como todas las mañanas, me levanté de un salto. Iba a ser un día de locos y necesitaba desayunar tranquila. Encendí la cafetera, me metí en la ducha y mientras me dirigía a la cocina, el aroma del café recién hecho inundaba toda la estancia. Quince minutos, tiempo necesario para el resto de tareas antes de abandonar la cueva.
Me acerqué disimuladamente a la ventana para ver qué tiempo hacía; lo que vi me dejó más que sorprendida, estupefacta, no cabía en mí. Ahora veía el Zubizuri, el paseo del Campo Volantín, el de Abando Ibarra…. Me giré un poco resbalando mi espalda contra la pared y cayendo al suelo. Estaba bloqueada, !qué narices estaba pasando, si estaba en mi casa¡.
De repente mi teléfono sonó, era Txema hablando ansiosamente, casi chillando. Le dije que se calmara, pues no le entendía. Más calmado, me contó que había pasado la noche en vela terminando su proyecto de ingeniería y notó que el edificio se movía.. Pensó que podían ser movimientos sísmicos, algo muy poco probable en el “botxo”. Sus dudas desaparecieron cuando miró hacia fuera y las imágenes se sucedían. Los edificios de Bilbao habían cobrado vida.
Gincana nupcial
Le despierta la risa contagiosa de un niño. Sin saber muy bien donde está, se levanta del suelo y se da cuenta de que está disfrazado de payaso, junto a la estatua de Tonetti.
Su último recuerdo es saliendo de su casa en Roma con destino Atenas. Un año de la carrera de Bellas Artes lo estudió de Erasmus en Bilbao, donde conoció a Oihan. Vivió en un piso en Luzarra, en el barrio de Deusto, en cuya ribera y observando la ría, formaron un pequeño Club de los poetas muertos. Ve una cesta con algo de dinero dentro, no tiene ni cartera ni móvil y encuentra en un bolsillo un papel.
– “Antiguo convento convertido en museo, en una plaza que encarna tu espíritu.” – dice la nota.
La primera parece fácil, coge el tranvía hacia Atxuri, allí se halla el Museo de Arte Sacro, en la plaza de La Encarnación.
– “La virgen txkitera. Lugar del Casco Viejo. Se ve la Amatxu.” expresa la segunda.
Llega pronto al lugar en el que los txikiteros homenajean a la Virgen.
– “Iguazú bilbaíno”. – enuncia la última.
Sube corriendo a Bolintxu donde le espera Oihan, con un ramito de violetas.Réquiem por un bolardo
Los primeros rayos de sol de aquella expléndida mañana se reflejaban en el agua de la ría, confiriendo un colorido único al histórico paisaje que tenía ante mis ojos. Mientras me desperezaba con cierta inquietud, mantenía fija la mirada en el punto exacto por el que debía aparecer, en escasos instantes, el que iba a ser origen del cambio en los hábitos de vida de la ciudad.
Finalmente, tras unos segundos que parecieron eternos, un grupo de drones surgió desde la distancia. Las aeronaves se fueron, poco a poco, distribuyendo por las azoteas de los edificios que se encontraban junto a la ría. Aproveché el momento para acercarme al patio interior de mi edificio y observar la maniobra que se iba a producir.
El dron se acercó a una plataforma situada en el tejado y descargó un bulto que fue inmediatamente absorbido hacia unos conductos. Al momento, se escuchó un pitido en la cocina. Acababa de recibir un paquete con tres pequeñas cápsulas debidamente identificadas. Tomé la marcada con la palabra “Desayuno” y la introduje en un nuevo electrodoméstico llamado “preparador”. Un par de minutos después y, sin apenas esfuerzo, disfrutaba del primer desayuno saludable del futuro.
Ría negra
Apoyado en la barandilla del puente del Arenal se inclina para mirar, a través de las catorce rejas negras de cada ventana, la olvidada estación de La Naja. La brisa le regala el olor a óxido y, al cerrar los ojos, aún puede escuchar aquel chillido del tren que a su llegada le despertaba.
Oscurece, ha de volver a casa. Arrastra los zapatos hacia el Zubizuri, el puente blanco que cruza la misma ría que hizo suya noche tras noche. Un tranvía demasiado rápido, demasiado verde y silencioso aparece delante y le hace tropezar. Se le vuelca el carrito, y toda su vida queda desparramada sobre la acera mojada. La manta que recoge del suelo está empapada y la única foto que conserva de su perrita Laika se escapa lejos, engañada por el viento. Chirrían las ruedas del carro casi tanto como sus rodillas al cruzar el puente.
Cuando llega a casa, acomoda unos cartones en el suelo y se sienta junto a su botella. No le dejarán apagar las luces del Zubizuri para poder dormir, ni le dejarán abrir las rejas de la Naja para buscar a Laika, pero nunca le podrán quitar el olor a su ría negra.
Un gran cambio
Siempre me han dado igual mis vecinos, supongo que igual que yo a ellos, no íbamos más allá de una conversación anodina sobre el tiempo, la nueva derrama o el cambio de ascensor, por ejemplo. Por eso me sorprendió muchísimo el cambio de actitud, no me lo esperaba. De repente, todo eran sonrisas y preguntas, todo era interés y predisposición a ayudar, y yo, novata en esto, sonreía sin creérmelo, sintiéndome un poco intrusa. Poco a poco fui descubriendo que no sólo era cosa de mi comunidad, el halo de interés y ternura se extendía por toda la ciudad, en el super, en clase de yoga, en la frutería…lo abarcaba casi todo, parecía contagioso, una ciudad diferente, un prisma que yo jamás había imaginado.
En este nuevo mundo, la gente se abría deseosa de contarme sus experiencias, historias preciosas y alguna triste, todas muy personales. Nuestra historia acaba de empezar, y mientras paseo orgullosa contigo en brazos, recibo la mirada cómplice de otra amatxu y le sonrío, al otro lado una adolescente pasea totalmente indiferente, esa era yo hasta hace bien poco.
Mi balcón
Yo no tengo balcón.
Yo tengo olores. Llueve. Por suerte, uno de los trazos típicos de la pintura de nuestra tierra, parece querer volver a serlo, y, en ocasiones, llueve. Las gotas, tímidas a veces, descaradas y efusivas otras, taconean en el cristal como si de un tablao de flamenco se tratara. Huele a suelo mojado. Ese perfume que evoca las tardes vestidas de tormenta de verano en mi querido pueblo. Sin mirar, sin viajar, me encuentro, de repente, sentada en la puerta de casa, el tiempo es un holgazán que no avanza, el alma se desnuda entre abrazos de algodón y la felicidad del sosiego en familia.
Yo no tengo balcón.
Yo tengo silencio. Callan las voces vacías y brotan melodías naturales que, inconscientes, hemos podado día tras día. Bailan luciérnagas en salones vecinales. El tungsteno llora, rabioso, por no delatar enamorados, en el desierto hecho calle. ¿Lo oyes? Ya no riñen los neumáticos y el asfalto.
Ya no ruge el avión desafiando la gravedad. ¿Lo oyes? Concéntrate. La sinfonía de la fauna más antigua y universal. De chaqué azabache, acarician incansables su violín, anunciando la rendición del día al misterio de la noche.
Quizás yo, sí tenga balcón.Alcorques
Cuando acabaron las obras de sustitución del acerado, los vecinos respiramos aliviados. Con ellas terminaban dieciocho meses de desbarajuste,
de barrizales y de polverío entrando en las casas. El presupuesto municipal, exhausto, no alcanzó para plantar árboles. Al pasar, mirábamos con aprensión los veintitrés alcorques vacíos que se alineaban en nuestra calle, como si intuyéramos en ellos una metáfora de nuestras vidas.En primavera, la cosa mejoró. De aquellos cuadrados de tierra, brotaron la verdolaga, el diente de león, las malvas y las capuchinas. Pero el auténtico
prodigio aconteció en el tercer alcorque, contando desde la farmacia. En ese, nació un árbol.Mario, el de la tahona, que antes de amasar pan había trabajado en un vivero, dijo que era una acacia de Constantinopla. Que aquella semilla hubiera conseguido viajar desde la majestuosa Bizancio a nuestro humilde barrio obrero nos dejó maravillados. Sin necesidad de decidirlo en una junta vecinal, aquel árbol se convirtió en nuestro árbol y nos turnábamos para cuidar de él.
Siete años después, perfuma el aire con unas flores preciosas que huelen a suavizante para la ropa. El ayuntamiento pretende ahora sembrar
naranjos en los alcorques. ¡A nuestro árbol, que ni se les ocurra acercarse!
Categoría mayores de 65 años
El ciego en su labertinto
Bilbao, con sus grúas y zanjas, era un monstruo en movimiento. Para mí, un mapa de memorias y sonidos. Pero últimamente, Bilbao jugaba conmigo.
Un lunes, al salir de su portal, tropecé con una cinta de obra que no estaba el día anterior. La acera habitual estaba bloqueada, y los martillazos de las excavadoras confundían sus referencias. Di tres pasos y me perdí. Los edificios parecían moverse, como en un sueño extraño,
—¡Perdona! —grité—. ¿Qué ha pasado aquí?
—Obras, majo. ¿No lo viste en el cartel? —respondió alguien
Suspiré y busqué el bastón. Caminé como un funambulista sobre un hilo desconocido. Reconstruiría su Bilbao, como siempre hacía. A cada golpe del bastón, descubría un nuevo rincón, un obstáculo, un desvío que lo obligaba a imaginar caminos alternativos. En esa confusión, encontró una extraña paz. Si todo cambiaba, él también podía hacerlo. Y mientras el resto de Bilbao se quejaba del caos, aprendí a domarlo, haciendo del laberinto mi hogar.La ciudad turística
El turista se pregunta confundido si esta ciudad es la misma que otra que ya ha visitado. Conoce su nombre porque necesita el mapa. No es la misma. INICIAR. La flecha le conduce cabizbajo, hipnotizado por los círculos azules, a través de anchas avenidas peatonales, hacia su programado destino. De cuando en cuando levanta la vista y ve rótulos luminosos que reconoce, exquisitos escaparates idénticos a otros que ya ha contemplado, personajes famosos que le sonríen desde lo alto protagonizando anuncios en otro idioma y más turistas encorvados siguiendo flechas en el móvil. La ciudad de los turistas no tiene otra vida. Sus anteriores habitantes han huido o han sido desplazados hacia los suburbios o hacia otras ciudades prescindibles, de momento, para los grandes tour operadores. En ellas también, siguiendo una especie de espiral centrifuga, mucha gente es arrojada a los límites donde forman otras ciudades, más ruidosas, más sucias, más vividas. En la espiral existen opulentas ciudades antiguas, prohibidas para quien no posee la dorada llave, ciudades laberinto inaccesibles sin conocimiento, ciudades oficiales, ciudades de noche, ciudades infantiles… Se comunican a través de hilos endebles que pueden quebrarse fácilmente impidiendo el tránsito, a veces el regreso.
Urbes. Espacios públicos. Vida cotidiana.
Siempre quise pintar mi barrio de color naranja, no por nada, sino porque hay demasiados hombres de negro por las aceras. Ellos, son los responsables de que todo funcione, que salga bien, pero no me creo nada. Mi vecina, la señora Visi, dice que se alimentan de la esperanza de los demás. A veces, la calle huele a trozos de vida por hacer, por compartir. Otras, recoge lástimas, miserias humanas que caminan de la mano de la nada. Desde mi ventana puedo ver un colgador con ropa infantil, y, un poco más abajo, en la esquina, un disgusto que sobresale porque una pareja de enamorados acaba de romper. A la noche, cuando el sereno realice su jornada, las estrellas y la luna hablarán con las farolas a la espera de un nuevo día. Mientras tanto, sueños y pesadillas ocuparán el lugar que corresponde, cosas de la calle…
El barrendero
Todos los días a la misma hora de la tarde nos repartíamos entre el mirador y el balcón para aplaudir a los que arriesgaban sus vidas, porque alguien tenía que estar en primera línea atendiendo a los enfermos en los hospitales, o haciendo tareas esenciales.
Primero corríamos las cortinas y comprobábamos si ya estaban listos los de las otras casas que alcanzábamos a ver. Era un descubrimiento porque hasta entonces no habíamos tenido curiosidad por saber si esos pisos estaban vacíos o qué tipo de personas o familias vivían en cada uno. Ahora me cuesta recordarlo. No sé qué mecanismo nos quiere hacer relativizar aquellos momentos de solidaridad que compartíamos con desconocidos.
Uso de esos días de los aplausos, coincidió que un barrendero estaba trabajando en esos momentos en mi calle. Yo intensifiqué el ritmo e intensidad de mis aplausos, que dirigí hacia él, que se dio cuenta del gesto, lo agradeció con una sonrisa, y siguió su tarea.
Mis hijos también se percataron de que algo estaba pasando, me miraron a la cara y les impresionó mucho porque nunca me habían visto llorar.
Barakaldo ayer y hoy
Anteiglesia de Brakaldo desde 1360, hoy 2024 tiene 25 km2 y 100.000 h organizado en 12 barrios. Destacan El barrio urbano y capital en San Vicente con el mejor Patrimonio arquitectónico; barrio rural El Regato con el mejor Patrimonio natural en Peñas Blancas. Las mejores fiestas de invierno en Sanra Águeda de verano las del Carmen. La cultura se disfruta en el Teatro de Barakaldo y en deporte se vive en Lasesarre con el Barakaldo C.F. y el balonmano Zuazo. Y el futuro económico pasa por Sanidad en los Hospitales de Cruces y San Eloy, sin olvidar la Feria del B.E.C.
La tesela iconoclasta
Érase una vez una tesela que se encontraba en un rimero junto a otras, a la espera de algún día conformar un bonito pavimento. Si bien le agradaba el liso acabado de una de sus caras, esta particular tesela se había convencido a sí misma de que no era la más perfecta, en comparación con sus compañeras, a las que observaba incesantemente, y cuyo pulido y bordes rectilíneos juzgaba insuperables.
Cuando el maestro albañil vino a colocarla, la tesela se resistió cuanto pudo, presa de un pudor exacerbado; sin embargo, finalmente fue colocada junto a las otras, pero esta vez, enrasada.
El tiempo pasó, y la tesela acabó por acostumbrarse a su nueva perspectiva, desde la cual no podía ya ni siquiera medirse con las demás, sumiéndose en una profunda apatía. No obstante, la fortuita construcción de un enorme edificio con un muro cortina en las inmediaciones la sacó de la desidia al proporcionarle con su reflejo, por primera vez, la visión del espléndido mosaico que todas ellas formaban, y en el que ella, con aquellas diferencias que tanto la habían acomplejado, ocupaba un lugar destacado, no volviendo a quejarse nunca más de su
suerte.Primer acto
El Pabellón No6 estaba lleno esa noche. Las paredes del antiguo pabellón industrial, ahora reconvertido en teatro, resonaban con los murmullos de la audiencia. En el escenario, un grupo de actores con más de diez años de trayectoria se preparaban para representar Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello.
Una de las integrantes, en cambio, debutaba esa noche. Begoña, de 70 años, ajustaba su vestido y respiraba hondo. Aunque la obra la había intimidado al principio, el director, un hombre bohemio, había sabido qué papel asignarle: el de la madre sufridora, esa figura que parecía haber nacido para interpretar. Mientras las luces se apagaban, ella sentía cómo se desvanecía su nerviosismo. Ya no era ella, o tal vez sí, una madre que había vivido toda una vida de sufrimiento. En el oscuro teatro de Zorrozaurre, Begoña encontró su lugar en el escenario. La ovación final fue un abrazo cálido y tardío, pero necesario.