Premiados Bia-Stories

Jurado

Natalia García Muñecas – Lda. en Derecho y poeta
Ángela Llorente – Maestra de Primaria y escritora
Pedro Ugarte  – Escritor y Ldo. en Derecho

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Laboral Kutxa

Categoría 12-18

Premio exaequo

Jaione Elorza Rodríguez
Mi hogar

Hogar. Un hogar no es el sitio donde vives, o no tiene por qué serlo. El hogar es un refugio seguro y una zona de confort. Un lugar donde realmente podemos ser nosotros mismos.

Hogar no es lo mismo que casa. Casa es el edificio físico donde vivimos y que compartimos con nuestra familia. Pero una casa no tiene por qué sentirse como un hogar.

Mientras pensaba en eso estaba de pie en el tejado del edificio donde vivo, el tejado de mi casa. Observaba las calles de mi ciudad, las calles donde mis amigos y yo nos perdíamos y disfrutábamos siendo nosotros mismos, las calles de esta ciudad eran mi zona de confort, mi lugar seguro, mi hogar.

Pero ahora las cosas han cambiado. Ves a la gente luchando por sobrevivir, matando por tan solo algo de comida, ves al panadero que siempre te atendía con una sonrisa matar por conseguir un trozo de pan, a la amable costurera con una pistola en manos, y te empiezas a replantear muchas cosas.

Decidí bajar a caminar por las calles de esta ciudad, viendo como todos se peleaban entre ellos, pero al verme todo el mundo comenzaba a correr. Mirando a mi alrededor me di cuenta de lo que pasaba, esta ciudad ya no era mi hogar, ya no era un lugar seguro, se había convertido en un centro de matanza, algo parecido a un estadio de los juegos del hambre.

Sin poder evitarlo, me lancé contra una de las personas que tenía una barra de pan en manos, y le mordí el cuello. Pero qué puedo hacer, desde que me convertí en zombie, resulta difícil controlar mi cuerpo.

Alicia Cantero Iza
Diario íntimo

Uno, dos, tres…

… hace mucho que perdí la cuenta de las personas que pasan diariamente delante de mis narices. Algunas me caen bien, otras se hacen fotografías conmigo y me hacen cuestionarme cuáles son los valores en estos tiempos. Estoy cansado, impresiona cómo aguantan mis rodillas a pesar de mi edad, que quedó olvidada en el pasado. Añoro la generación del 98, llena de teatro, poesía, novelas… fue mi época de gloria. Entonces me cuestionaba sobre la vida y la muerte, sobre la inmortalidad. Ahora sé la respuesta: a pesar de mi muerte física, sigo en vida, permanezco en la memoria de todos los que me leéis, de los que me subisteis a un pedestal para que, desde aquí, no me perdiera nada, desde esta plaza bautizada con mi nombre. Me convertisteis en un monumento, y gracias a vosotros puedo observar la evolución de mi querido Bilbao.

¡Gracias bilbaínos!

Miren Nalan Guridi Umaran
¡Caen chuzos de punta!

Los días de diluvio universal son tremendos, son días en los que intentas ser humilde con la gente pero esta te da leches colosales de supuesto agradecimiento.

Todas las veces que llueve, siempre y cuando tenga paraguas, dejo el lado bueno de la calle para la gente descubierta. O sea, gente que no tiene ni paraguas ni abrigo. Yo a esas personas les doy el lado cubierto de la calle, donde estas protegido.

Resulta que una vez volví de la academia sin paraguas. La gente con paraguas no se molestaba en quitarse de los lados cubiertos y buenos de la calle, es más, se tapaban con el paraguas mitad del cuerpo mientras que la otra mitad iba protegida por el lado cubierto de la acera. ¡Es absolutamente depresivo!

Pero es que! la gente no ayuda, al igual que los disecados árboles de mi calle. Son como esas personas que se quedan hablando en medio de la acera. Parados, como postes. Ni siquiera la savia circula en esos árboles para revivir sus tiempos mozos, aquellos en los que eran grandes florecillas, con espesa cabellera que resguardaba a la gente. A veces hay que cambiar para mejorar, los prehistóricos árboles están preparados para ser retirados y empezar con una nueva generación.

Categoría 19-65

Primer Premio

David Villar Cembellín
Bibelots

Poseo la maqueta de una ciudad, se trata de mi bien más preciado. Comencé a construirla de niño, en el sótano, cuando era pequeño, y fui ampliándola conforme iba creciendo yo. Pieza a pieza, llené la ciudad de edificios, parques y alamedas interminables. No me olvidé de los barrios suburbiales, necesarios recordatorios de pobreza de toda ciudad. Conforme la ciudad se expandía, también doté a la misma de vecinos, pequeños pobladores que habitaran la maqueta de mi distracción. Me divertía contemplarlos en la vulgaridad de sus vidas, en su pequeñez de juguete, pequeños bibelots danzando a mi capricho. Los observaba en sus diminutas vidas, angustiados por sus diminutos problemas, ensimismados tras las diminutas ventanas. Igual que erupciones no deseadas, se reprodujeron y pronto fueron cientos de miles relacionándose entre ellos bajo un mar de confusión. La ciudad de mi maqueta bullía de trabajos y sueños, de anhelos y aspiraciones, de infidelidades y delincuencia. ¡De verdad que eran ridículos! Apagados tras los pasos de cebra, muchos miraban al vacío con ojos de cartón desprovistos de vida. Pero la ciudad siguió creciendo y fue necesario crear nuevos barrios que se extendieron como una infección herpética: los mejores distritos ocuparon mi dormitorio; aquellos más sinuosos y peor comunicados, el desván. Pero a la vez que aumentaban en número, conforme se prolongaba mi maqueta hasta el jardín, comencé a hastiarme de la mediocridad de sus habitantes y su insignificancia. No era la primera vez que experimentaba vacío existencial ante mi colección de bibelots. Desprovisto de cualquier afán, tocaba destruir lo hecho. Como hacedor de todo, resultaba sencillo enviarles un volcán, un terremoto o un dinosaurio hambriento que acabase con todos ellos. Del mismo modo que un Nerón enloquecido, observé las llamas devorar mi ciudad. Entonces, recomencé de nuevo.

Segundo premio

Saioa Ochoa de Retana
Desconocidos

Rápidamente y creyendo que nadie le observa, entra en el jardín de la plaza Moyúa y arranca varias flores, ya tiene un detalle para su cita Tinder, oye como una señora le increpa a lo lejos, pero hace caso omiso y sigue tranquilamente su camino. La anciana está indignadísima ¡qué poco respeto por el espacio público!, le comenta a su cuidadora, una boliviana que sonríe y le da la razón, luego vuelven al silencio. Silencio roto por unos niños con la camiseta del Athletic que juegan al balón, y que, en su efusividad, no dan de chiripa a una señora bien peripuesta que se dirige a una cena de gala en el Carlton. Lanza una mirada de desaprobación a los niños y otra a sus padres, que parecen no darse cuenta y siguen charlando alegremente sobre sus magníficas vacaciones recorriendo Francia en furgoneta. Justo a su lado, un hombre de negro y aspecto extraño retuerce sus huesudas manos nervioso, está planeando cómo deshacerse del cadáver que lleva varios días escondido en su trastero. Entonces aparece ella, y su imaginación vuelve a tierra, le sonríe y se para el mundo, ya no hay señoras, ni niños, ni asesinos en serie. Se besan y cogidos de la mano caminan hacia la Gran Vía, pero se asegura de pasar lejos del señor oscuro, por si acaso.

Accésits

Carolina Navarro Diestre
Zonas verdes

Cuando el concejal de urbanismo recupera el sentido se ve rodeado. Se ha desvanecido mientras declamaba a Thoreau —«me fui a los bosques»— y no recuerda nada más. Ahora le duele la cabeza y se siente desorientado, pero ¿por qué le miran todos horrorizados? Con gran esfuerzo intenta alzarse, pero no puede. Como una raíz aérea, su cadera se extiende cual peralte bulboso por el piso de hormigón, sus piernas descendiendo hasta las alcantarillas en verticilos sedientos. El concejal prueba entonces a apoyar una mano en el suelo y de sus brazos brota un artesonado de tallos, las uñas como resina pegajosa, los dedos cual frágil ramaje de secuoyas alzándose hacia el cielo. Hojas recién nacidas acarician las farolas y caen mansamente sobre las baldosas de Bilbao. El concejal, enloquecido, trata de gritar, pero de su boca sólo salen piñas que rebotan en el asfalto. Ante la atónita mirada del público, el munícipe desaparece entre sombra y tierra, sepultado bajo hiedra y musgo leñoso. Ajenos a lo acontecido, todos piensan que forma parte del espectáculo.

La prensa recogerá la prolongada ovación que se llevó el árbol nacido durante la inauguración de las nuevas zonas verdes.

Silvia García Martínez
Personas dentro y fuera de mí

Se entrega la tarde, rendida, al abrazo sigiloso de la noche entrante. Mallas ajustadas, pies prestos en sendas playeras, mochila a la espalda. Un tintineo de llaves precede el cierre que deja mi mente «en la calle» durante un par de horas.

Me llamo Soledad. Salgo a andar cada día desde hace 20 otoños, toda una media vida. En el barrio, se brindan carcajadas entre caña y caña poniéndose al día algunos, abstrayéndose otros. Josu limpia afanoso la barra, por enésima vez, como si el empeño acelerase el trascurrir del tiempo. A mi paso, me topo con vecinas de ayer y de hoy, que arrastran sin esfuerzo un carro de verduras, amor y entrega. Sorteo niños, que por fortuna quedan, pidiendo un pase de balón, ajenos a pantallas, amantes de la red del cara a cara. Personas.

Crepitan hojas tostadas de árboles desnudos, bajo mis pies, irrumpiendo en la ilusión del silencio, de una forma maravillosa. Atrás queda el barrio, se aleja el pueblo. Entre Rulo y Dani, me detengo en seco frente a una colada de lava ya negra, que dicen es la frontera. Edificios señoriales, abrigos beige de buen paño, medias de hilo y cabellos lacios. Personas.

Pocos metros me separan del mar. La inmensidad que asemeja nuestras vidas en su desigualdad. Adoro las vistas desde esa balconada donde termina la ironía de una calle «sin salida». Hoy también ha venido esa pareja de ancianos, que sujeta la vida el uno al otro de la mano, arrastra el paso como queriendo aferrarse a la tierra, respeta su ritmo. Corre una madre en vano, detrás de una niña que ya está empapada en la orilla, consciente de lo importante, se ahoga de risa y felicidad. De repente, una caricia tiembla al recorrer mi mano: me estremece sentirte… sonrío. Personas.

Categoría +65

Primer Premio

Félix Ibáñez Pérez
Cine, cine

Acceso al paraíso por solo tres pesetas. Ese era el milagro de los jueves en la sesión infantil del Cine Deusto, a unos pasos de mi casa. Dos horas de extrañamiento perturbador en mundos ajenos y luego, al apagarse la pantalla, despertar del sueño poco a poco.

Ni el serrín sucio del suelo de los lavabos, ni el cielo color panza de burro sobre las gabardinas beiges y paraguas negros lograban expulsarnos del territorio de la felicidad en Technicolor. Volvíamos a casa en silencio rumiando aventuras de espadachines y pistoleros.

Las tardes sin cine eran tardes asesinadas. Quedaba esperar al domingo y cruzar la Ría fronteriza. A un lado el camino a San Mamés con mi padre y al otro las tiendas con mi madre. En medio, entre iglesias y patios de colegio, la ciudad-ratonera: mosaico deslavazado de rostros anónimos, trolebuses y niebla, pero también la ciudad-refugio, real e inventada, la ciudad de calles sin nombre, donde todo quedaba cerca de la puerta de un cine: Consulado, Gran Vía, Trueba, Coliseo… Nosotros, gallinero a las cinco, parejas y matrimonios a las siete numerada.

Una tarde de lluvia -llueve mucho en las tardes de mi infancia- reconocí a una chica del barrio a la salida del Filarmónica. Subí al autobús detrás de ella, en Jado. En la parte inferior del ticket de papel la siguiente leyenda «Billete a presentar a petición de cualquier empleado». Plegando y plegando el billete se podía leer «Te quiero».

Se sale de la niñez sin querer, casi de un día a otro.

Hoy, paseo por calles que ya tienen nombre, me paro delante de cines que ya no existen. Una pulsión de extrarradio se cuela a hurtadillas y me empuja a cruzar el puente.

En la historia de la realidad no hay carteles de The End.

Segundo Premio

Jose Mª Garaizar Candina
Saliendo del metro

La salida de San Nicolás me queda más cerca de la oficina. Es una sala grande donde también llegan o salen los que van a Lezama, Bermeo y Donostia. Un gran portalón da a la Plazuela de San Nicolás. Dentro hay corriente. Los operarios, guardas de seguridad y empleados del metro se resguardan tras unas mamparas de cristal. Afuera se ven los arcos de los soportales de la iglesia a un lado, cerrados con verja para que los pobres no puedan dormir allí, enfrente el Banco de Bilbao, el original, todo un símbolo.

Llama la atención la actividad de la calle Askao; los que pasan, los que se quedan un rato pegados al escaparate de la pescadería, los de las tiendas o bares, las bicicletas, coches, y el autobús.

Ayer salí por Unamuno, hacia mi casa. Junto a la puerta de mi portal había dos vendedores callejeros de origen africano, de esos que venden bolsos o camisetas colocadas en el suelo, sobre una sábana, que de vez en cuando tienen que recoger aprisa porque vienen los municipales. Parecía que estuvieran esperando a alguien. Cómo no era la primera vez que sucedía, les pregunté si ese día les habían tirado algo por la ventana desde alguno de los pisos. Me contestaron que no, pero que el día anterior sí, y que llevaban así dos años. Cuando tiran algo, normalmente una bolsa con agua, ellos llaman al telefonillo para protestar. No suelen acertar con la culpable, pero los del piso al que llaman se enteran del problema. Lo vamos a solucionar antes de que pase una desgracia. Parece que esa persona también la tiene tomada con los cada vez más habituales guías turísticos. Les boicotea con un silbato, oculta tras las cortinas de la ventana abierta de su mirador.

Accésits

Soledad Bustamante Atienza
La herencia

Mi pueblo, mi  entorno, mis raíces, arrastran  en su devenir un pasado de lugar que convirtió la unión de sus gentes, en lugares de subsistencia y de futuro, forjando barrios, pueblos y ciudades, donde la idiosincrasia de sus moradores,  albergó un vínculo de asentamiento y proyecto común,  dejando  a sus descendientes un legado de  origen y memoria que  contribuyó a sentirnos  parte de un todo.

Si hablo de mi barrio, de mi pueblo, de mi ciudad, el pronombre mí, permanece inalterable. Puede que mi yo, forme parte de ese verde valle  que besa el mar,  que montes, ríos  y senderos permanezcan inalterables en mi  memoria. Que las gentes que caminaron juntas por los mismos paisajes,  traspasaron una historia  de lucha y  trabajo que cimentó el devenir de sus descendientes.

Puede ser, que el presente  de mi barrio, de mi pueblo, de mi ciudad, no sea el mismo que conocieron mis abuelos, mis padres. Que sus calles fuentes, plazas, iglesias,  disten mucho de sus principios. Tal vez, su transformación fue una  forma de supervivencia frente a nuevos retos, a diferentes y variadas formas de subsistencia.

Tal vez, mi  barrio, mi pueblo, mi ciudad, ha necesitado arriesgarse, mutar, para poder avanzar. Tal vez, nos hemos visto en la necesidad de acceder al progreso buscando otras formas de subsistencia, que llevan consigo  un cambio drástico y transcendental.

Tal vez, mi barrio, mi pueblo, mi ciudad, no comprenda  el doble lenguaje  de conjugar varios verbos a la vez, viéndose obligado a ceder su verde paisaje, a una trasformación  industrial  basada en la economía de sus hijos. Tal vez, el sentimiento de pertenencia  sea eso, aceptar que nuestras raíces son tan profundas, que trazan líneas maestras en nuevas construcciones de vida, sin olvidar que hasta las piedras, son capaces de reconocernos.

Enrique García Gómez
La plaza

Hay quien dice: para que una plaza sea bonita debe de estar frente a un edificio espléndido. En la que estoy sentado, tan solo en uno de sus lados cortos —la plaza es levemente rectangular— hay una modesta iglesia que por sus dimensiones regulares se relaciona bien con la altura de los edificios que la abrazan.

La zona central es peatonal. Con motivo de las obras de construcción del metro, el ayuntamiento la restauró y plantó árboles. Ahora, en otoño, caen las hojas y como en los poemas románticos, un viento cálido juega con ellas. Han pasado varios años de aquella obra y el tiempo también ha dejado su huella, ha suavizado aristas y pulido el pavimento. En el granito de la fuente han crecido líquenes que le dan un patina dorada. La madera de los bancos pierde la pintura y surgen los colores de la teca.

La plaza acoge las rutinas de la gente, las relaciones que se entrecruzan, la vida cotidiana: dos niñas descubren que el viento y los pasos han borrado su rayuela. Una señora, amiga de las palomas, echa a las aves cojas un puñado de migas que una cuadrilla de gorriones descarados se disputan. En el café, los camareros atienden a los clientes de la terraza. Una joven acomoda la compra en el cestillo de su bicicleta del que sobresalen dos barras de pan y una botella de vino. En la iglesia se celebra una boda, la gente vestida para la ocasión está reunida en torno a los novios. Una pareja cruza la plaza de la mano, van riendo. El autobús se detiene en la parada, se oye el inflar y desinflar de sus mecanismos neumáticos.

Es la hora. Cierro la libreta con mis apuntes y vuelvo al paseo.

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